DEBATE LATINOAMERICANO SOBRE MODERNIZACIÓN

Un capítulo casi olvidado

Las ideas del intelectual uruguayo José Enrique Rodó sobre las contradicciones de la modernización, poniendo el foco en la educación, se enfrentaron a comienzos del siglo XX con la teoría más economicista del historiador chileno Francisco Antonio Encina, que luego fue rebatida por el educador Enrique Molina. Tanto Rodó como Molina coincidieron en una nueva noción de progreso donde la cultura ocupa un lugar fundamental.

José Enrique Rodó

En estas pocas líneas, quisiera recuperar algunos momentos del debate intelectual latinoamericano que, a mi juicio, aún siguen teniendo algo que decirle a nuestro presente, a pesar del tiempo transcurrido y del olvido en que estas viejas discusiones han caído.

En el año 1900, José Enrique Rodó, un joven intelectual uruguayo que en ese entonces no llegaba todavía a los treinta años, publicó un ensayo que ejercería una enorme influencia sobre el pensamiento latinoamericano de las primeras décadas del siglo XX. Este llevaba por título Ariel, y si tuviera que resumir su proyecto en una fórmula breve, diría que se trata de un intento por elaborar un examen crítico de las contradicciones de la modernidad desde América Latina. Rodó reconocía y aun celebraba la entrada de nuestra región en una nueva fase de la modernidad, pero al mismo tiempo se negaba a renunciar al derecho propiamente moderno de ejercer la crítica frente a esa misma modernidad.

Uno de los asuntos que ocupa de manera sostenida la atención del uruguayo es la presión por reformular la concepción tradicional de la educación en términos de los ideales modernos de la especialización y la utilidad práctica del saber. Con criterio ecuánime, Rodó admite esta presión como una exigencia que responde legítimamente a las complejidades propias de las sociedades modernas, pero no por ello deja de subrayar los riesgos que tal concepción trae consigo, tanto para el individuo como para la vida en sociedad. Quienes entienden la educación de este modo, escribe, “no reparan suficientemente en el peligro de preparar para el porvenir espíritus estrechos que, incapaces de considerar más que el único aspecto de la realidad con que estén inmediatamente en contacto, vivirán separados por helados desiertos de los espíritus que, dentro de la misma sociedad, se hayan adherido a otras manifestaciones de la vida”. Tomada en su conjunto, la crítica de Rodó es, a un tiempo, de índole moral y política. Moral, primero, porque denuncia en esos espíritus estrechos una dramática contracción del horizonte humano, la encarnación de una norma de vida empobrecedora; y política, después, por la crisis comunicativa que esta babélica
multiplicación de lenguajes y saberes podía eventualmente desencadenar sin un debido contrapeso. En opinión de Rodó, esta radical reducción del horizonte vital de los individuos era una de las mayores contradicciones de la modernización burguesa del siglo XIX, y en consecuencia una tendencia que debía ser cuidadosamente examinada de cara al debate sobre el proceso de modernización latinoamericano.

Una década más tarde, el escrito de Rodó tuvo un importante eco en el debate de ideas chileno. En 1911, el historiador Francisco Antonio Encina publicó Nuestra inferioridad económica, un estudio donde haciendo gala de un espíritu ensayístico de exploración, intentó elaborar un nuevo marco explicativo para dar cuenta del escaso desarrollo del espíritu industrial en nuestro país. La apuesta interpretativa de Encina consiste en remontarse más allá de lo estrictamente económico (el régimen monetario, la política económica y comercial del país) para buscar las causas de este fenómeno en otras esferas, subrayando el papel que “los factores morales tienen en el desarrollo material”. Uno de estos, dice allí el historiador, ha sido el tipo de educación otorgado por los liceos chilenos, cuya orientación “generalista”, alineada más bien con el ejercicio de las profesiones liberales, resultaba inadecuada para las demandas y exigencias de la vida contemporánea, especialmente por lo que respecta a la actividad y el espíritu industriales. Corregir esta limitante mediante una reorientación práctica o utilitaria de la educación pública chilena era una necesidad de primer orden, afirmaba el libro de Encina -título que, dicho sea de paso, iba dirigido de forma preferente a los “profesores y preceptores nacionales”.

Francisco Antonio Encina (1903)

Al año siguiente, Enrique Molina, educador e intelectual chileno que fundaría la Universidad de Concepción, decidió salir al ruedo para combatir públicamente la visión de Encina sobre el proceso de modernización de Chile. Su libro La cultura y la educación general, que lleva por todas partes la impronta del Ariel de Rodó, es una contundente respuesta al ensayo de Encina. En él, Molina invierte, punto por punto, el argumento
de Nuestra inferioridad económica; de existir una crisis moral de la nación, sus raíces habría que buscarlas menos en la educación general que en el nuevo imperio de los hombres prácticos, en la rápida expansión del evangelio utilitario entre nosotros. La promoción unilateral del espíritu industrial no podía sino conducir a una crisis de nuestra común humanidad. En un mundo dominado por los intereses materiales ninguna de las actividades que encarnan la vida del espíritu -la ciencia, las letras y las artes- tiene un lugar seguro dentro de la sociedad. De ahí que su cruzada, como la de Rodó, suponga la formulación de una nueva noción de progreso, donde el legítimo afán de avance material haga lugar para la cultura —esto es, para las actividades donde preferentemente cultivamos nuestra humanidad. En la realización de esa tarea se jugaba para ambos nada menos que el destino feliz o aciago de nuestro proceso de modernización.

Enrique Molina

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