ALEJANDRO MAGNO,

EL GENIO DE UN CONQUISTADOR

En este año 2023, cerca de 2.400 años después de su muerte, cuando la globalización, las comunicaciones y la evidencia de un mundo interconectado constituyen el tono característico de nuestra vida, la figura de Alejandro Magno y su empresa histórica emerge digna de análisis e inspiración como la de un verdadero precursor.

Corre el mes Desio (junio) del año 323 a.C. y el rey lleva días acosado por una fiebre que no cede. La muerte hace meses que ronda y amenaza a Alejandro (356-323 a.C.), a quien la historia conocerá como el Grande. Aunque ya está acostumbrado a su visita, pues el filo de su cuchilla varias veces ha herido sus miembros, esta vez, su cercanía acechante tiene otro sabor. Hace sólo ocho meses, en la que fuera la última de las capitales persas, Ecbatana, las parcas le han arrebatado a su amigo Hefestión aquejado también de fiebre mortal. Los funerales y homenajes que celebrara para el amado compañero de armas recuerdan a los que el mítico Aquiles realizara por Patroclo. El llanto y el dolor del Pélida sólo tienen parangón en el sufrimiento del corazón del rey macedonio, ahora rey de Persia, señor de Asia y pan-hegemón de griegos. Al menos eso debemos creer si damos crédito a lo que autores como Plutarco y Arriano nos revelan, ellos mismos apoyados en testigos más cercanos como Calístenes, Tolomeo y Aristóbulo.

Aquejado por la fiebre que no cede, Alejandro se dirige a Babilonia. Su entrada marca el regreso de una larga campaña para hacerse de los confines de Asia, pues el rey no se contentaba con que en los primeros cuatro años de su empresa en estas tierras (334-330 a.C.) hubiese conquistado e incorporado a sus dominios los territorios que otrora dominasen Darío y los reyes aqueménidas -incluidos Egipto, la Fenicia, y con ello la talasocracia del Mediterráneo oriental; el Asia Menor, con la liberación de las diversas polis o ciudades-estado griegas de manos persas; y las distintas satrapías del rey aqueménida extendidas entre Mesopotamia y la Partia. A sus ojos entre el 330 a.C. y el 324 a.C. se desplegaron también los paisajes ignotos del valle del Oxus y de la Transoxiana cuyos territorios habían sido difíciles de mantener para los aqueménidas; de Aracosia, donde fundaría, entre otras, la ciudad de Alejandría-en-Aracosia, la actual Kandahar en Afganistán; de la Bactria y la Sogdiana, donde contraería matrimonio con Roxana, hija del rey local y a quien al parecer amó profundamente, y donde también fundaría la más lejana de sus ciudades: Alejandría Eschate o Alexandria Última, como la conocieron los romanos.

No contento tampoco con esos límites para su imperio, se había internado en el 326 a.C. en el valle del Indo. El proyecto contemplaba la conquista militar y también la exploración geográfica y la constatación científica: si Aristóteles, su maestro, estaba en lo cierto, más allá de la India se encontraban los límites de Asia y el océano, y su conquista le permitiría consolidarse como su verdadero rey y señor a la vez que recorrer tierras nunca antes conocidas por un griego. Después de la abrumadora victoria obtenida por Alejandro y sus 75.000 soldados en el río Hidaspes (326 a.C.) el poderoso rey Poro había reconocido la derrota y prometido su fidelidad al macedonio con la condición de que lo tratase “como a un rey”; fiel a su modo de gobernar, Alejandro confirmó a Poro en su reino y puso bajo su mando un nuevo territorio hasta la región de Cachemira, con lo que aseguró junto con la amistad del rey indio también la provisión de hombres y elefantes para sus campañas venideras que le permitirían avanzar por el Hidaspes y el Indo hacia el sur.

 

 

Representación escultórica de Alejandro Magno

El cruce del Hidaspes es un punto de inflexión en el proyecto de avance asiático de Alejandro. No sólo pierde a Bucéfalo, su caballo amado, en honor de quien fundará Bucefalia, ciudad que junto a Nicea, la otra ciudad entonces fundada, protegerán su reciente conquista del valle del Hidaspes. Además ante la fatiga y oposición de sus compañeros de armas, que se inclinan por el retorno, deberá aquí abandonar su idea de continuar al Oriente y rendirse ante la evidencia de que la conquista allende el Indo es una empresa no sólo riesgosa sino muy probablemente suicida. Molesto, desilusionado pero resignado, decide poner fin a su sueño de alcanzar los límites orientales del Asia y consolidar, en cambio, el sometimiento de los reinos y señoríos aledaños al Indo meridional. En el 325 a.C. Alejandro alcanza el delta del Indo, y logra imponer su dominio a diversos reyes locales. En su avance se ha mostrado implacable en el castigo a los rebeldes y clemente ante aquellos que se pliegan con sumisión; una forma de ejercer el poder y la conquista que desde la rebelión de Tebas en el 335 a.C. se revela como estrategia útil y efectiva. Crueldad y perdón parecen signos antagónicos de su carácter pero eficaces a la hora de gobernar.

Es en el Hidaspes también en el que refuerza la flota que encargará luego a Nearco dirigir desde el delta del Indo a la desembocadura del Éufrates uniendo y explorando por primera vez las costas que van del Índico al Golfo Pérsico, en una navegación en la que las noticias náuticas, el reconocimiento de fondeaderos y cursos de agua servirán más tarde para proveer una ruta regular de comercio y la apertura de una inédita comunicación marítima entre la India y Persia. El éxito de esta empresa dependió, no obstante y en gran medida, del temple del propio Alejandro que se internó con su ejército (alrededor de 12.000 hombres) en el temido desierto de la Gedrosia (325 a.C.) para asegurar puntos de abastecimiento de la flota en la costa. Esta travesía en la que las marchas debieron hacerse muchas veces de noche fue, al decir de Arriano, “desastrosa”, porque el “calor abrasador y la falta de agua” cobraron la vida de hombres, mujeres y niños y de gran parte de los animales que acompañaban la expedición. Más tarde, ya a salvo en la Carmania, Alejandro rendiría honores, sacrificios y festivales agradeciendo a los dioses la salvación de su ejército y flota.

De vuelta en Susa, y luego en Babilonia, un nuevo plan de exploración y conquista se teje en su mente: fundar ciudades en el Golfo Pérsico, asegurando comunicación y comercio, y navegar las costas de Arabia para lograr su conquista. Ahora que los límites orientales de su imperio están consolidados, Alejandro mira hacia Occidente. Alista una nueva flota de mil naves que, apostada en Babilonia, está lista para iniciar la campaña. Los preparativos se consolidan pero a mediados del mes Desio (comienzos de junio) una fiebre le ataca súbitamente. Durante diez días -si creemos a Plutarco- su cuerpo se debilita paulatinamente al punto de perder el habla; ha intentado disponer sus últimas órdenes para el gobierno de sus territorios. La tarde del 10 de junio de 323 a.C. la fiebre derrota al macedonio que casi no conoció derrota en vida. A los 33 años muere Alejandro dejando tras sí el imperio más grande que conociera hasta entonces la antigüedad, conformado en 11 años de exitosas y audaces campañas militares. El destino de este vasto reino es página de otra historia. Lo cierto es que bajo su égida reunió, desde el reino de Macedonia y el conjunto de ciudades griegas hasta el valle del Indo, a una multiplicidad de culturas. Su gobierno debió ejercerse sobre ciudadanos libres -griegos y macedonios- y súbditos egipcios, persas y asiáticos. Un equilibrio difícil de alcanzar pero que en el corazón del rey fue buscado constantemente. Su frenético afán fundador de ciudades, en las que la difusión de la cultura griega y macedonia tenía un lugar obligado, corrió los límites de influencia en los que esa misma cultura helénica jamás soñó: gimnasios, escuelas y templos griegos poblaron los nuevos territorios en estos verdaderos enclaves culturales que fueron las Alejandrías y otras ciudades que levantó y cuya influencia veremos siglos más tarde en regiones tan lejanas como la Bactriana y Gandhara en los límites del Hindu Kush.

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