SPOTIFY Y EL CUMPLIMIENTO DEL DESEO (DE SATIE)

Que la música, cualquier melodía o canción, se active de manera instantánea en nuestros dispositivos es algo todavía reciente a lo cual nos acostumbramos rápidamente. Una posibilidad con la que soñaron compositores como Erik Satie, que un siglo después Spotify llevó a su máxima expresión, y que, quizás, sin darnos cuenta, transformó del todo su valor.

Erik Satie, el pianista y compositor proto impresionista y pionero del minimalismo francés, el de las famosas “Gymnopédies” y “Gnossiennes”, deseó (o más bien, atisbó) el hecho de que un día la música llegaría a convertirse en parte del mobiliario de una casa. Acuñó este concepto -música de mobiliario- en 1917 para referirse a la música usada como fondo sonoro, esa que nos acompaña constantemente y a la que no le prestamos suficiente, o más bien nada, de atención. En una carta dirigida a su coterráneo, el poeta y escritor Jean Cocteau, el músico (en tono de manifiesto más que de otra cosa) le dice lo siguiente: “Queremos establecer una música que satisfaga las necesidades útiles. La música de mobiliario crea una vibración, no tiene otro objeto; desempeña el mismo papel que la luz, el calor y el confort en todas sus formas… Pero su deseo tenía un límite: aún no era posible grabar música mínimamente bien y menos reproducirla de otro modo que no fuera bajo las restricciones de la ejecución en vivo. Hacia finales de 1940 aparece el disco de vinilo, luego se fueron desarrollando distintos formatos de reproducción, algunos mejores que otros, hasta que el año 2006 un programador sueco llamado Daniel Ek se propuso crear una aplicación que reuniera toda la música del mundo (es lo que la serie “The Playlist” en Netflix nos cuenta), y permitiera reproducir música de manera inmediata (vía streaming) a la velocidad con la que encendemos la luz o abrimos la llave del agua para lavarnos las manos. Su obsesión era la inmediatez de la reproducción y la infinitud musical. El invento se llamó Spotify, y hoy es la principal plataforma de música streaming usada a nivel mundial (tiene el 31 % del mercado global, lo que equivale a 422 millones de usuarios activos). Daniel Ek, o Spotify, o ambos, representan la quintaesencia del deseo de Satie. Así como disponemos de sillas para sentarnos o de luz para iluminar nuestros espacios, disponemos de melodías para sonorizar no sólo nuestros hogares, sino también nuestra vida. La música pasó a ser un mobiliario más y basta con apretar play para que todo quede envuelto en canciones, conciertos para piano, bagatelas o sonidos electrónicos eternos.

Erik Satie, retratado por Pablo Picasso, 1920 Ambos artistas fueron amigos cercanos y realizaron actos juntos, como “Parade”, ballet con música de Satie, vestuario de Picasso y dramaturgia de Jean Cocteau.

Los límites que conocía la música del siglo XIX hacia atrás (sonar en vivo una sola vez y de manera irrepetible) y los de la reproducción electromecánica de buena parte del siglo XX (cambiar de lado un vinilo, retroceder o adelantar un casete o tomarse el tiempo de sacar un CD del cajón y ponerlo en el equipo de reproducción) fueron desafiados por el streaming, y la conquista del tiempo, de la inmediatez y la ubicuidad, ha sido asombrosa. Hoy, esto no parece sorprendernos mayormente, no lo sopesamos porque nos acostumbramos demasiado rápido a las nuevas tecnologías, sin embargo, haber logrado que la música sea parte de nuestra vida cotidiana bajo una presencia total, casi incidental, y de manera inmediata, altera no sólo nuestra percepción de la realidad (mirar la lluvia por la ventana escuchando el “Réquiem” de Mozart por ejemplo), sino también la realidad misma (recuerdos inevitablemente ligados al sonido de una u otra canción).

Visto con distancia, se trata de una transformación inaudita de la experiencia musical, una que cambia en lo profundo la función que ésta tenía en la vida de hombres y mujeres durante siglos. La música, que nació bajo una operación “mágico-religiosa”, parafraseando a Susan Sontag y la idea de arte que encontramos en su célebre ensayo de 1965, “Una cultura y la nueva sensibilidad”, y que luego pasó a retratar el mundo secular, es hoy una experiencia funcional sin precedentes. En su ensayo “Las perspectivas de la grabación” (1966), el pianista canadiense Glenn Gould pensó que la posibilidad de una música a la que accedamos con total libertad, produciría irremediablemente la pérdida de todo rastro de sacralidad. La presencia casi constante de la música, la transformación en algo común, tan habitual como el uso de la pasta de dientes, inhibe su condición mágica, diría Gould. Quizás sea este el costo de la inmediatez,
la pérdida de una experiencia sagrada. Otra posibilidad es que precisamente se trate de una nueva aura de la experiencia musical, una nueva sacralidad, la de Satie.

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