LA MÚSICA: ESA EXPERIENCIA CONMOVEDORA

La música va más allá de la partitura, rebasa el texto escrito y sobrepasa la misma existencia de un cuerpo emisor. La pregunta clave entonces es por qué la escuchamos, qué nos entrega, qué diferencia la participación dentro del proceso ya sea como auditor, intérprete o creador, y por qué asistimos a su interpretación en vivo.

‘El concierto’ (1623), de Gerrit van Honthorst. National Gallery of Art, Washington. National Gallery of Art

¿Qué es la música? ¿Es el sonido, es la partitura? ¿Es la composición misma, su interpretación o su recepción? ¿O es la emoción generada luego de la escucha? A lo largo de los siglos, los énfasis de la apreciación musical han ido cambiando de acuerdo con la visión estética de los compositores y sobre todo de la recepción del público. Ejemplos claros son aquellas definiciones donde la música es meramente un fenómeno sonoro, otras donde la emocionalidad es la expresión máxima del individuo a través de la composición musical, y aquellas donde la música es vista como un vehículo generador de sensaciones y emociones en el cual la audiencia determina el valor de la obra.

En el siglo XVII, la música podía ser perfectamente una obra que acompañaba la celebración de un evento importante de la corte, en otros casos una intrincada cantata para el servicio religioso luterano, o una obra de expresividad pura que marcó el nacimiento de la ópera. Antes, en la Edad Media, estuvo en función de lo divino y del servicio religioso. Quizás en vista de lo anterior, la música es todo y cada uno de estos aspectos teniendo claro que tiene una función, una recepción y vínculos emocionales y sensoriales con un público. Va más allá de la partitura, rebasa el texto escrito y sobrepasa la misma existencia de un cuerpo emisor. La pregunta clave entonces es por qué la escuchamos, qué nos entrega, qué diferencia la participación dentro del proceso ya sea como auditor, intérprete o creador, y por qué asistimos a su interpretación en vivo. En otras palabras, cuál es el valor que le damos al concierto. Porque este último es, ante todo, una experiencia que se da en el tiempo, en el presente, y rápidamente se esfuma. Si no hay espacio, hay temporalidad, y sólo la experiencia nos determina su valoración.

La pregunta que se desprende es de qué manera esa comunicación de la experiencia se vuelve una práctica cotidiana. El motor que nos permite iniciar proyectos, temporadas y recitales es la respuesta al por qué y para qué escuchamos música, por qué la producimos y por qué necesitamos comunicarla, enseñarla, hacerla sentir. Y es en este momento postpandemia, de vuelta a la presencialidad, cuando tenemos que tomar distancia y hacernos nuevamente esta pregunta, en concordancia con el desarrollo de hábitos culturales, la aparición de la Inteligencia Artificial y una forma de dar a conocer compositores que parece cada vez más lejana de las necesidades y gustos de un público más joven. Si la música clásica sigue sólo siendo Beethoven o Mozart, seguiremos dejando fuera las vanguardias del siglo XX y la música de la actualidad. No hemos sido capaces de comunicar las grandes innovaciones que cambiaron el panorama de la música y determinaron una frontera entre lo clásico y popular, entre la música de vanguardia, la participación activa e incluso la masividad.

La pandemia dejó en claro que las artes son necesarias. Gran parte de nosotros nos vertimos completamente hacia el mundo audiovisual, literario y auditivo para pasar esos meses de encierro. Creamos playlists de Spotify, compartimos otras y paulatinamente armamos nuestras propias bandas sonoras. Obras de teatro a través de Zoom, recitales online y todo tipo de iniciativas nos hicieron creer con gran optimismo que una vez que se abrieran las puertas volveríamos a la presencialidad con salas de concierto repletas. Lamentablemente eso no ha sucedido; en gran parte, determinado por síndromes de encierro, temor a salir por temas de seguridad o incluso por dificultades para retomar las rutinas anteriores de asistir a salas, de pagar por una entrada cuando lo anterior era gratuito, y de realizar una escucha activa más allá de una música ornamental cotidiana.

La asistencia al concierto es una pausa, un congelamiento de nuestro devenir cotidiano para apreciar una obra que rápidamente se esfuma. Sin embargo, esta idea ha encontrado obstáculos. Los conciertos no se han llenado, los directores ejecutivos y artísticos de distintas salas se dan en la cabeza una y otra vez para saber qué es lo que el público quiere. ¿De qué manera llenar una sala? ¿Cómo potenciar el mensaje? ¿Será el intérprete, el compositor, la forma en cómo lo comunicamos? ¿Será el repertorio? ¿Será un tema generacional?

El hábito cultural es un elemento clave para que la participación cultural sostenida en el tiempo sobrepase la idea única del evento. Implica una experiencia que conmueva. Y para eso debemos crear una emoción, vincular la música con sensaciones, experiencias significativas y un contexto que hable a nuestro presente.

Es vital configurarlo con el devenir cotidiano, con la mediación, y así ver de qué manera una obra escrita hace 200 años nos habla hoy. Puede ser el contexto que nos vincule; o la génesis intelectual del compositor mismo; o quizás sus temores. Lo importante es que debe haber una mediación, una forma de conectar con la obra a través de un recorrido previo que nos permita contar historias y tocar lo más profundo del individuo. No estamos ofreciendo solamente una obra musical, sino una experiencia única que enriquece, una pausa y que nos hace recordar lo intrínsicamente diferenciador que es el arte para el ser humano. No solamente como creación misma, sino también en su capacidad de escucha.

Ese trabajo es mancomunado, intergeneracional, en el cual músicos, profesores y melómanos debemos comprometernos. Porque de la misma manera que la música es parte cotidiana de nuestro quehacer a través de un sinnúmero de aplicaciones o dispositivos, la expectativa y capacidad de sorpresa disminuyen debido a lo predecible de las mismas. Una configuración que busca ofrecer el gusto garantizado basado en tus preferencias. ¿Dónde cabe la novedad y la sorpresa, el cambio y el quiebre con lo predecesor?

El comienzo del siglo XX fue una apertura para romper barreras, donde las vanguardias aparecieron, triunfaron, fracasaron y quedaron para siempre con nosotros. ¿Cómo? A través del diseño, bandas sonoras, publicidad y ornamentación. Porque da la impresión de que en algún momento los caminos se dividieron y olvidaron que la emocionalidad en esa música, sin importar cuán críptico fuera el mensaje, constituía lo que estaba detrás del compositor. La música no es solamente el sonido, sino todo: compositor, partitura, recepción e historia con miras a una emocionalidad y una capacidad de conmover.

En la medida que nosotros volvamos a conmovernos, volveremos a emocionar a la audiencia. De esa manera, las grandes músicas compuestas incluso hace más de 300 años serán lo suficientemente presentes y actuales, dando respuestas a una generación que ha estado expuesta quizás a uno de los traumas más difíciles del último tiempo. Lo que nos puede dar la salida es retomar esa práctica musical que siempre tuvo en las grandes ideas y en la trascendencia la posibilidad de poder quedarse en la historia de la humanidad. Y eso emociona, conmueve y crea experiencias.

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