LOS POR QUÉ DE UN ARCHIVO:

SOBRE LA BIBLIOTECA DE JORGE EDWARDS EN LA UAI

Poco antes de que muriera, el escritor y Premio Cervantes 1999 Jorge Edwards, donó a la universidad una rica colección de libros, manuscritos y objetos que mucho nos revelan acerca de su persona y oficio. Fichas y faxes, entre otros formatos casi extintos, enriquecen el estudio y comprensión de su creación literaria.

La escritura antaño era posible gracias a la tinta de hollín, la pluma de ganso y el pergamino de cuero de cabra curtido. Voluminosas y costosas tecnologías de registro de la escritura se arrumbaban en los depósitos de conventos y palacios. Las bibliotecas entonces eran parte del patrimonio regio y eclesiástico. La suerte a veces infausta de los manuscritos derivaba en vacíos y confusiones: ¿Qué originó la grande saña del Rey Alfonso VI contra el Cid que derivó en su destierro? Lo indicaba el perdido pergamino I en el que Per Abbat, allá por 1200, fijara los hechos y rimas sobre la noble reconquista de Hispania conseguida por Rodrigo Díaz de Vivar. Nunca lo sabremos, conjeturas y rumores completan lo que a ciencia cierta el documento faltante no puede indicarnos.

Llegadas las virtudes de la reproductibilidad técnica con la imprenta, el papel y el lápiz fueron sólo patrimonio del manuscrito en el que el escritor daba vida a sus obras. Escritores románticos son aquellos que abrazan hoy la máquina de escribir. Con los dedos de las manos se cuentan los que prefieren el lápiz al block de notas del smartphone. El escritor y su archivo parecen haber sido engullidos por una memoria en terabytes que se cobija en la nube, entelequia virtual en la que confiamos sin quizás entender en qué consiste. Archivar hoy es por tanto una cuestión de fe. Un acto de memoria mediatizado irremediablemente por la electricidad y las pantallas.

Es mucho el progreso y mayores las ganancias que la virtualidad regala a nuestras jornadas de trabajo intelectual: adiós morosas búsquedas en cardex; adiós carpetas y corchetes; hasta nunca gomas, sacapuntas y manchas de carboncillo cruzando las albas páginas. Sólo tendremos nostalgia de las plumas fuente y en particular de la Parker 51 que, al decir de Eduardo Anguita, “Como la luna, se llena sola”.

El alejamiento de la escritura como un desempeño manual comporta algunas transformaciones a las que quisiera referirme. No quedan atrás sólo los utensilios del escritor, sino que también la huella del pulso con el que las manos de quienes ya no están han grabado de anotaciones los bordes de las páginas. Los libros que heredados forjan el corazón de nuestras bibliotecas, guardan las anotaciones de nuestros ancestros, rumores reflexivos preservados en papel. Releo ahora el King Lear de mi abuela, gozando sus anotaciones traductológicas grabadas con un carboncillo que se resiste a desaparecer. Estas partículas que las polillas han perdonado a la memoria familiar me permiten sentirla cerca y oírla aún hoy, ensayando versiones de Shakespeare en el castellano de Chile.

Lo que estos añosos volúmenes en mi biblioteca representan, es parte de lo que los archivos de escritores representan para las universidades del mundo. Hace poco Jorge Edwards, Premio Cervantes 1999, donó a la UAI una rica colección de libros, manuscritos y objetos que mucho nos revelan acerca de su persona y oficio. No sólo la generosidad eminente del acto de entregar para su preservación y estudio este acervo, sino que, además, la manera en que este conjunto de materiales revela las diversas tareas, actividades y ritos propios de ese escritor amanuense de la era pre procesadores de texto. Contrario a lo que se piensa este no es un trabajo estrictamente solitario y dependiente de la inspiración, sino que también tiene una dimensión social e investigativa considerable. En este sentido, resulta muy interesante el conjunto de faxes que Jorge Edwards intercambió con sus editores, discutiendo correcciones y enmiendas a sus novelas. Este tipo de soporte no sólo nos informa de las dinámicas de la creación literaria y la consecuente labor de edición, sino que además de una determinada cultura material ya superada, el fax, esa otra tecnología del ayer que fue, sin embargo, un día el último grito de la moda para enviar originales escaneados.

En la misma línea, podemos encontrar un volumen considerable de fichas (acaso otro artilugio nemotécnico poco valorado por los e-estudiantes) en las que el escritor transcribió una acuciosa investigación sobre la vida del arquitecto Joaquín Toesca que abarca múltiples dimensiones, no sólo la que dice relación con sus trabajos arquitectónicos, sino que también con una serie de procesos legales vinculados a su vida personal, todos los que más tarde, serían utilizados por Jorge Edwards en la redacción de su gran novela El sueño de la historia.

La posibilidad que abre la existencia de un archivo es la de obtener una visión in progress de la creación literaria, exponiendo las estrategias escriturales -esa huella del pensamiento fijada en papel- que subyacen a una obra.

Otro elemento relevante de este archivo corresponde a los libros de valor patrimonial que conformaron parte de su biblioteca, así como también el manuscrito del discurso de recepción del Nobel de Neruda con su predilecta tinta verde. Estos documentos nos dan cuenta de la manera en la que ser escritor es también saber atesorar una serie de elementos: Escribir como coleccionar, escribir como atesorar objetos que el tiempo caduca y dispersa.

La donación de Jorge Edwards consideró también sus numerosos galardones, desde las condecoraciones del San Ignacio, hasta la increíble medalla del Premio Cervantes. ¿Cuántas cosas más tiene este fondo de libros y manuscritos que revelarnos sobre el trabajo de preparación de las novelas que inmortalizaron a Edwards?

La crítica genética, corriente de estudios bien conocida en Francia, ha asumido de manera enérgica el estudio de todo aquello que antecede a la edición de un libro. Si los estudios literarios dedican en general su tiempo al análisis de las obras literarias publicadas, la crítica genética estudia la génesis, el origen de estas obras, escrutando las distintas versiones de un manuscrito, las notas al margen en las que el autor basó posteriores modificaciones, así como también las notas prerredaccionales, cuadernos de apuntes, esquemas, tachaduras, sobre todo las tachaduras. ¿Por qué prefirió para la edición final esta palabra en lugar de esta otra? Es una pregunta recurrente.

La posibilidad que abre la existencia de un archivo es la de obtener una visión in progress de la creación literaria, exponiendo las estrategias escriturales -esa huella del pensamiento fijada en papel- que subyacen a una obra literaria. La crítica genética es a la obra literaria lo que un recetario es a esa mesa llena de manjares: la esperanza de un método para abrazar la gracia de los genios que nos antecedieron; la posibilidad de deleitarse en las formas de un proceso; el recorrer con la punta del dedo la estela laboriosa del escritor en el tiempo desplegada. Hojas, evidencias, como fotografías de un empeño.

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