RUBEM FONSECA:

ANTIHÉROES Y SICARIOS

El autor brasilero se caracterizó por tomar el formato de la literatura policial, el thriller o la novela negra para desarrollar un relato donde la violencia ocupa el centro en torno al cual circulará un peculiar imaginario personal y personajes oscuros.

Pocos escritores sudamericanos han abordado el tema de la violencia con más fuerza y minuciosidad que el brasilero Rubem Fonseca (1925-2019). En sus muchos cuentos y novelas, la violencia y brutalidad humanas en todos sus sentidos, formas y direcciones son fuerzas que actúan de manera constante en un medio de corrupción general, atravesando por todas las clases sociales, desde millonarios a mendigos que viven en cartones en la vereda. Todo esto podría sonar tremendo, pero en realidad no lo es porque la prosa directa y seca de Fonseca no está al servicio de la denuncia moral, sino que de su natural propensión para contar historias y observar el comportamiento humano. Su obra, sin embargo, es mucho más que una crónica criminal de la vida secreta de Río de Janeiro, ciudad donde vivió casi toda su vida.

Es algo notorio que Fonseca en su obra buscó explorar el impacto de la violencia y el deseo sexual en la gente y que lo animó cierta inclinación escatológica. No es casual que estos temas, que fueron sus predilectos, sean también los que tradicionalmente se tapen detrás de mohines, fruncimientos y eufemismos que evitan hablar de manera directa sobre la muerte, el sexo y toda clase de secreciones o emanaciones corporales. Fonseca, en cambio se propuso contar sus historias de manera directa, mostrando estos aspectos sin rodeos ni remilgos, escarbando muchas veces en los detalles ocultos y sórdidos de la vida cotidiana. Pero su propuesta no consistió sólo en evitar la filigrana y decir las cosas por su nombre para herir al decoro o una sensibilidad piernijunta, ya que su obra también buscó construir tramas feroces, disparatadas o delirantes que funcionaran como cerrojos, los cuales, a pesar de sus eventuales imperfecciones, pudieran apretar de manera implacable. Para esto tomó el formato de la literatura policial, el thriller o la novela negra e hizo algo similar a lo que hizo Leonardo Sciascia al usar estos géneros para desarrollar una literatura donde el crimen o algún hecho de sangre más o menos brutal, ocupa el centro en torno al cual circulará un peculiar imaginario personal. Su obra más que recordar a la narrativa de este escritor siciliano recuerda la tragicomedia brutal de Kiryl Bonfiglioli, el autor de las desventuras de Charlie Mordecai. Antes de dedicarse a la literatura, Rubem Fonseca fue policía, abogado penalista, crítico de cine y un gran lector, y todo eso se nota en su obra que siempre cultiva un refinamiento canallesco.

Una de las curiosidades de la imagen de Fonseca es que muchas veces se hayan proyectado sobre él las maneras y expresiones que puso en boca de sus personajes, especialmente cuando se trató de artistas o escritores más o menos desaforados. Esto no parece razonable y tampoco creo que Fonseca haya compartido con Paul Morel, de su novela El caso Morel, las intenciones de escribir lo que nadie se atrevía a decir o quería oír, ni que fueran necesariamente suyas las declaraciones del escritor psicópata de su cuento Intestino grueso, que se propuso reinventar la pornografía literaria, ni el programa estético del novelista de Bufo & Spallanzani.

La obra de Fonseca se lee muy bien y no parece coincidir con el espíritu de estas provocaciones que suelen envejecer mal y sonar como chorezas de alguien desesperado por hacerse el malo. Si se trata de ubicar a Fonseca en el medio de su mundo de ficción, uno bien podría asimilarlo con ese personaje suyo -que a veces también interviene como narrador- recurrente en varias de sus novelas y cuentos: el antihéroe solitario, duro y cínico, siempre al filo de corromperse por completo o de ceder ante las tentaciones de un mundo vano al que detesta, pero que a duras penas logra conservar la integridad de un peculiar código moral donde siempre habrá desprecio para los poderosos o los que tienen demasiado, y compasión y afecto por los más desdichados, los animales y los bichos. No creo que sea un error proyectar a Fonseca en ese personaje mudable que siempre logra ser cínico y sentimental a la vez y que en ocasiones adopta los rasgos del decadente abogado Mandrake o del estoico policía Alberto Mattos y que al final son más o menos el mismo personaje con algunas variantes. Este antihéroe de Fonseca es el reverso perfecto de otro personaje habitual de sus ficciones: el sicario o asesino a sueldo, esa plaga del mundo criminal sudamericano, que recorre la ciudad persiguiendo a su presa y que sólo mata por plata y no tiene convicción alguna.

En torno al autor se ha construido entonces una imagen medio monstruosa, la del patrón del mal de la literatura sudamericana que coincide muy bien con la fama que también se hizo sobre él de ser recluso y misántropo. Lo que recuerda a otros escritores famosamente secretos y escondidos como fueron J.D. Salinger o Thomas Pynchon. Fue este último quien en circunstancias desconocidas escribió un importante elogio sobre la obra de este escritor brasilero que aparece casi en todas las solapas de sus libros y que no por repetido deja de ser exacto: “Lo mejor de la obra de Rubem Fonseca es no saber a dónde nos va a llevar. Siempre que comienzo un libro suyo es como si sonara el teléfono a medianoche: ‘Hola, soy yo. No vas a creer lo que está sucediendo’”. No parece que Fonseca haya vivido escondido como Pynchon, sino que sólo fue discreto y reservado. Cuentan que solía pasear por las calles de Leblon, barrio de Río donde vivía, que hasta bien viejo iba al gimnasio a “empujar fierro”, que era un buen padre de familia y buen vecino. Estamos malacostumbrados al escritor celebridad o al exhibicionismo en estos tiempos en que autores como Mario Vargas Llosa han resignificado por completo lo que alguna vez fue la exposición de un escritor y su vida privada. Fonseca figuró poco y se mantuvo activo, escribiendo hasta pasados los 90 años, cuidando mucho sus palabras y su silencio.

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