BULTOS EN LA PENUMBRA

Es fácil deprimirse ante la era digital, sucumbir a la añoranza de lo que se fue. Pero sería una derrota. Y ya que volver al mundo análogo es imposible, es mandatorio plantearnos cómo lidiaremos con esto que nos tocó.

Es inevitable no hacer asociaciones. Luego de enterarme de que Carlos Saura estaba haciendo sólo películas de época, pues le cargaban los teléfonos celulares, el modo en que interrumpen y contaminan todo, vi Licorice Pizza (2021) de Paul Thomas Anderson. Un joven de 15 años se enamora de una mujer de 25. Esto ocurre en 1973, cuando las tecnologías análogas habían llegado a su apogeo y estaban apareciendo los primeros vislumbres de eso que después llamaríamos la era digital.
La película es magnífica; pareciera tener un fondo onírico. Está la belleza del mundo, la calidez familiar de lo humano, “la tentación de existir”, para usar la frase de Emil Cioran. Mucha de esa gente que vemos tan viva en la cinta hoy pasa pegada a una pantalla. No está viviendo, o muy rudimentariamente. Se está perdiendo eso que el pensador coreano Byung-Chul Han llama la “negatividad”: la irrupción que le da sentido al individuo y a la cultura, esto es, la experiencia real. A su juicio, el incesante y acelerado flujo de información en que estamos envueltos carece de toda capacidad negativa: no funda nada, pues no es más que una sumatoria de hechos desconectados que transcurren linealmente, algo así como un guion personal. A este estado de aislamiento algunos podrían llamarle la anti vida. En su libro No-cosas (2021) explica por qué la soledad digital conforma un bucle absolutamente preocupante.

Estas ideas filosóficas impactan cuando uno las ve en acción. Hace unas semanas fui al mismo almacén donde pasé mucho tiempo cuando estaba en séptimo y octavo básico. A media hora caminando de mi casa. A la vuelta vivía un amigo y este lugar era el punto de encuentro. Ahí conversábamos durante horas. Ambos nos enamoramos, aunque él no lo haya admitido, de la misma mujer, de nuestra edad. A veces me daba una vuelta por el almacén, aunque no estuviera mi amigo, para ver si me encontraba con su mirada y quizás pudiera hablarle, o sólo verla pasar y sentir con ello su falta.

“In Front of House Looking West, 2019”, pintura original para iPad de David Hockney.

Esa situación de Licorice Pizza, tan bien mostrada por Anderson, ahora, junto al almacén, eran cuatro o cinco bultos silenciosos, con las capuchas puestas y las caras azules por el celular. Estaba atardeciendo; los jóvenes que vi eran como una tribu en una realidad paralela, pero fragmentada: nadie se reía de lo mismo. Es fácil deprimirse, sucumbir a la añoranza de lo que se fue. Creo que esa no debe ser la actitud; sería una derrota. Ya que volver al mundo análogo es imposible, es mandatorio plantearnos cómo lidiaremos con esto que nos tocó. El título del libro de Byung-Chul Han La salvación de lo bello creo que da la clave.

El artista inglés David Hockney es un excelente ejemplo de que es posible tener, como deseaba Martin Heidegger, “una relación libre con la tecnología”. Hockney sólo pareciera ver oportunidades para producir belleza. Apenas salieron los computadores, empezó a experimentar con ellos; luego lo hizo con el fax y las fotocopiadoras, y más recientemente con los iPhones y los iPads. Tiene 85 años y su entusiasmo nunca ha decaído. El libro que publicó la editorial Taschen con un sumario de su obra impresiona: es la historia de una fascinación incesante. No hay año que no haya estado imbuido en un proyecto artístico que lo mantenga vivo, en movimiento. Hoy pasa los días “pintando” sobre una pantalla paisajes que después son expuestos en formatos enormes. Alguien me contó que estar frente a ellos era como estar ahí donde fueron pintados, en el corazón de un bosque, junto a un camino abandonado.

El estado actual de las cosas hace pensar en la famosa idea del artista alemán Wolf Vostell: “El hombre debe hacer de sí una obra de arte”. Un Hockney interiorizado. De alguna manera despeja la cabeza saber que no queda otra.

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