LA SOCIEDAD DE MASAS SEGÚN JORGE MILLAS

Se cumplen 60 años de la publicación de “El desafío espiritual de la sociedad de masas”, uno de los libros más contingentes y, a la vez, más vigentes de la obra del filósofo chileno. Su contingencia está atada al carácter de su objeto: la concreta sociedad moderna que le tocó como circunstancia en plena Guerra Fría.

Humberto Giannini lo calificó como “una suerte de fenomenología de nuestra situación histórica a la cual
debemos reconocer hondura y penetración”. Carlos Peña ha sostenido que “se trata de un diagnóstico de nuestro tiempo que, visto a la distancia, es sencillamente magnífico”. La vigencia de “El desafío espiritual de la sociedad de masas” (1962) de Jorge Millas reside en que ofrece un valioso marco para comprender tensiones en las que aún se debate la sociedad chilena. El filósofo captó el impacto del proceso de modernización en el fenómeno de la individuación, escrutando lo que décadas más tarde Zygmunt Bauman denominara la ambivalencia de la modernidad. Millas (1917-1982) identificó una paradoja cuya extensión histórica aún nos alcanza: ninguna otra sociedad ha promovido tanto la idea de individualidad e incitado tan profusamente a perseguirla, ninguna ha ampliado tanto las mejoras en las condiciones materiales de vida ni procurado “una conciencia de desarrollo, autonomía, posibilidades de vida” y, al mismo tiempo, suscitado en las personas un “sentimiento agudo de precariedad” y una “sensación menguante de su individualidad”.

Cuando se tiene a la vista la literatura sobre la sociedad de masas existente hasta la aparición del libro, la originalidad de su aporte se hace evidente. Jacob Burckhardt y Gustave Le Bon, en el siglo XIX, Karl Mannheim y José Ortega y Gasset, en el XX, representan lo que se denominó crítica aristocrática: una defensa de las élites frente a la decadencia que implicaría la creciente indocilidad de las masas a su conducción. Emil Lederer y Hannah Arendt pueden considerarse representantes de la crítica democrática que denuncia la masificación como abono para el surgimiento de los movimientos totalitarios. A Millas no escapan los peligros que visualizan estas posiciones, pero su trabajo es especialmente una respuesta crítica a la obra que dio fama europea a Ortega: “La rebelión de las masas”. A las alertas y temores orteguianos, el chileno antepuso la lúcida identificación de oportunidades y tareas.

El desafío espiritual de la sociedad de masas señala de modo preclaro que los grupos dirigentes no están en la situación de poder indiviso en que se hallaron en el pasado, que “el poder es hoy una potencia de acción dividida y la plenitud del mando ya no reside en grupos homogéneos”. En tal contexto es donde cabe inscribir el desarrollo de la democracia, contener las fuerzas gregarias e impersonales que atenúan la  individualidad y fomentan el embotamiento de la conciencia crítica. Millas advirtió los riesgos que encierran los subsistemas de la técnica, la economía y la política cuando se desarrollan ensimismados y sin ejercer la responsabilidad de una mirada holística de la vida social. El desafío, dirá, reside en “encontrar para la nueva situación su correspondiente forma espiritual, mediante un régimen de valores, normas de contención y de empuje, jerarquía de bienes y elección crítica de rumbo”.

El autor tenía la convicción de que “la masificación de la cultura implica también la humanización plenaria del hombre, en la medida en que a más y más individuos de nuestra especie se abre la posibilidad de un ascenso a más altos patrones de vida”. Por eso su insistencia en la generación de condiciones materiales, sociales y culturales para una efectiva promoción de la individualidad humana. De ahí sus páginas dedicadas a los derechos sociales, a la prensa libre, al arte, a la literatura, a la ciencia, a la estructura dialogante de la condición humana y a la centralidad de la educación como fuerza orientadora y base imprescindible para una comunidad política democrática. En “El desafío espiritual de la sociedad de masas”, Millas deja una indicación que sigue siendo pertinente: “una sociedad no puede sobrevivir sin una representación adecuada de su estructura y dinámica, que asegure a sus miembros unos principios de valoración reguladora y seguridad” que permitan su cohesión y proyección como comunidad histórica.

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