GENIALIDAD MALDITA Y ATORMENTADA

EL MUNDO DE HELENE VON DRUSKOWITZ

Más allá del desgraciado derrotero vital que le deparó su tiempo a esta pensadora austríaca, es en su notable contribución intelectual donde hay que poner la atención. El mundo de Von Druskowitz -dualista, sombrío y extremo- nos permite pensar sobre las luces y oscuridades del nuestro. Su lectura es una de las más valiosas experiencias a las que puede aspirar la filosofía.

Como ocurre con otras mujeres destacadas de la historia cultural, como Lou Andreas-Salomé o Zelda Fitzgerald, la obra de la pensadora austríaca Helene von Druskowitz (1856-1918) suele verse eclipsada por su biografía. Es difícil no impresionarse con el desgraciado derrotero vital que le deparó su tiempo, propio de una genialidad maldita y atormentada.

Tuvo el arrojo de desafiar y subvertir los estrechos márgenes en que estaba confinada la existencia de una dama de su época: fue la segunda mujer en Europa en obtener el grado de doctora en Filosofía; cultivó un intelecto formidable, junto con una personalidad arrogante y orgullosa; se entregó a costumbres “indecentes”, como mantener una relación lésbica; cuestionó con prodigiosa autonomía intelectual la religión, el matrimonio, la moral imperante, la reproducción y la tradición filosófica y literaria. Sus últimos años estuvieron marcados por el alcoholismo, las alucinaciones, la soledad, la incomprensión y el confinamiento en un hospital psiquiátrico por casi tres décadas.

No cabe duda de que vale la pena detenerse en ese plano, tanto por lo que tiene de notable como por lo fatídico e indignante. Pero, en rigor, es su valiosa contribución intelectual la que impone exigencias más poderosas, sobre todo la de sustraerla del olvido en que se encuentra sumida.

En 2020, por primera vez en habla hispana, la editorial Taugenit publicó un número que compila algunos textos de la autora, traducidos y lúcidamente comentados por Manuel Pérez Cornejo. El título de la antología, “Escritos sobre feminismo, ateísmo y pesimismo”, cristaliza bien el universo de temas -y de militancias- por los que transita la filosofía de Helene von Druskowitz. En cuanto a su confesión pesimista, que caracteriza su pensamiento más tardío, se la puede considerar una discípula espiritual de figuras como Schopenhauer, Mainländer y Dühring; concretamente, en la consideración del mundo como nihilidad. La existencia, lejos de ser un regalo estimable, es una espiral infernal de sufrimiento infringido y padecido, de la que convendría liberarnos.

En cualquier caso, probablemente lo más original en su planteamiento es el lugar que asigna a las mujeres en su utopía tanática. Libres del yugo y la represión, en plena conciencia de su superioridad física, intelectual y moral, las mujeres tendrían que liderar el camino hacia la extinción, es decir, la disolución en la nada. Von Druskowitz anhela la liberación de la humanidad del régimen masculino del ser, la violencia, la voluntad de vivir y de poder por el régimen femenino del no ser y la redención última. El proyecto emancipatorio de la autora contempla una inversión de la disposición poco natural en que se encuentran los asuntos humanos. Sin violencia, sin dictadura, sin deposición ni atropello, las mujeres han de conducir al mundo a la eutanasia de la voluntad de vivir.

Respecto al carácter ateo de su pensamiento, es imperioso entenderlo en la estela de sus ya mencionados pesimismo y feminismo. En efecto, Helene von Druskowitz desprecia tanto los fundamentos como las consecuencias de lo que considera el “teísmo vulgar”. Por un lado, procede de una representación antropomórfica muy infantil e ingenua de un Dios con atributos masculinos, cuya obra no satisface los estándares más exiguos de excelencia, por lo que habría creado muy por debajo de sí mismo. Por otro, el teísmo resulta nocivo por resultar una apología de un mundo mal hecho, sufriente y en el que el orden razonable ha sido inverso al efectivo: “la mitad más bella, pura y dulce del género permanece sometida a la avidez y la lujuria de un sexo feo, rudo e inclinado a cometer estupideces”. En esta medida, la religión tradicional oprime al género femenino e impide vehementemente su progreso, además de que espolea la guerra, la ignorancia, la intolerancia, la incultura, los privilegios y depravación moral de ciertas clases e instituciones.

Me parece que la autora pertenece, con todo derecho, a la tradición de los “maestros de la sospecha”, por cuanto identifica algunas de las estructuras de poder irracionales y ciegas que nos vertebran, hasta en nuestras dimensiones más “espirituales”. Concretamente, reconoce que la historia, la moral, la religión, la política y la cultura dominante tienen su raíz y núcleo en la fijación de valores propios de una masculinidad codiciosa, avasalladora, rabiosa y pendenciera. El hilo conductor de nuestra cultura y su supuesto progreso ha sido la subyugación femenina, y, por cierto, también la depredación y martirio de los demás animales por parte de los hombres.

Por eso le parece que el concepto de voluntad de poder de Nietzsche, otrora su amigo, es un trasunto “reprobable y estúpido” de las tendencias agresivas y belicosas típicamente masculinas. En cambio, “la mujer detesta las expansiones desmesuradas de la esfera vital, desea ver la existencia basada en fundamentos más simples y racionales y prefiere instintivamente el no-ser al ser”. Sólo resta que el mundo femenino reciba una educación “más libre y audaz” para que pueda abrazar su destino.

El mundo de Von Druskowitz es, por cierto, dualista, sombrío y extremo, pero nos permite pensar sobre las luces y oscuridades del nuestro. A despecho de la radicalidad de ciertos postulados suyos -que pueden parecer exagerados, chocantes o incluso andrófobos fuera de su contexto intra y extratextual-, su lectura ofrece una de las más valiosas experiencias a las que puede aspirar la filosofía. Me refiero, por un lado, a la oportunidad de autoconocimiento y crítica y, por otro, a la de imaginar, ensayar e inventar una transformación del futuro.

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