Primerapiedrismo político:

EL PELIGROSO AFÁN DE ATACAR AL ADVERSARIO

El primer síntoma de esta conducta es la ausencia de caridad interpretativa, virtud intelectual perdida en la guerra de las barras bravas. “Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla”, reza un ejercicio espiritual de Ignacio de Loyola. Y, sin embargo, los cristianos de Twitter caminan jorobados de tantas piedras que han tirado.

La enfermedad de nuestro tiempo es el primerapiedrismo: la necesidad imperiosa de tirar la primera piedra, de lapidar con prisa a los pecadores, aunque sus faltas no estén acreditadas o sean relativamente las mismas que cometemos nosotros. Lo importante no es sólo ir con la tribu -la teoría de la selección social: más vale equivocado en patota que correcto en solitario-, sino adelantarnos a ser juzgados.

En el básquetbol dicen que la mejor defensa es un buen ataque, en las redes sociales la mejor defensa es sumarse a una denuncia. El filósofo italiano Daniele Giglioli le llama la “cultura de la víctima”, que apunta al reconocimiento de ser escuchado. Yo creo que es al revés: es el deseo de pasar piola. Soy durísimo con el adversario para que mi grupo tenga escasas dudas de mi lealtad, no patrulle mis credenciales, no fisgonee mis secretos. El llamado “postureo moral” no busca prestigio, busca exculpación.

Y así, nos transformamos en un ejército de primerapiedristas, con los bolsillos cargados de peñascos, siempre listos como los scouts. Impostamos indignaciones, trazamos fronteras morales, identificamos monstruos, ridiculizamos adversarios. Nunca jamás tomamos la mejor versión de lo que dijo el rival, no vaya a ser que tenga algún sentido, que interpretada en su luz más favorable no sea descabellada sino razonable. El primer síntoma del primerapiedrismo es la ausencia de caridad interpretativa, virtud intelectual perdida en la guerra de las barras bravas. “Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla”, reza un ejercicio espiritual de Ignacio de Loyola. Y sin embargo, los cristianos de Twitter caminan jorobados de tantas piedras que han tirado.

Según cuenta la leyenda fue el mismísimo Jesús de Nazareth, quien en defensa de la mujer pecadora se interpuso a los castigadores y los interpeló a confesar sus propias taras. Si tuviera redes sociales, Cristo andaría con los cancelados de este mundo, así como andaba con los leprosos, las prostitutas y los cobradores de impuestos. Ahora bien, por mucho que la prédica diga que hay que seguir al Salvador, nadie tiene por qué ser Jesús. El viejo John Locke tenía una intuición más práctica: juzgamos las faltas del prójimo con dureza y las propias con benevolencia. Por eso, concluía, civilidad es imparcialidad. O, como decía Gerald Gaus, mucho antes de John Rawls (otro cultor de la caridad interpretativa), los liberales siempre fueron de la idea de aislar el juicio privado en la búsqueda de una razón pública. Quizás sea cierta la sospecha de Arthur Schopenhauer sobre Immanuel Kant y el liberalismo no sea sino el cristianismo con antifaz. En cualquier caso, mucho pedir: resulta más económico identificar dónde están los malos para distinguir dónde estamos los buenos.

Por eso nos sumamos a la camotera del día. Es un deporte escualo: olfateamos sangre y vamos por ella. Rastreamos la historia virtual con celo arqueológico hasta encontrar el cuerpo del delito. Que la complejidad de una historia no arruine el hilo de una narrativa indignada. La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie advierte del peligro de la historia única, y sin embargo los y las mismas que la citan acusan tibieza y amarillismo cuando se introducen grises y bemoles. En el gritoneo, la ocurrencia y la exhibición de rigurosidad moral se juega la pertenencia, que es lo único importante. Dentro del grupo, nuestra reputación de primerapiedristas nos precede y es prenda de garantía y corrección. Hay que estar muy seguro de la virtud propia para repartir peñascazos a diestra y siniestra, y el entorno toma nota. Si atender al argumento ajeno con honestidad intelectual debilita nuestras graníticas convicciones, que un rayo parta nuestros oídos como el Dios del Antiguo Testamento cortaba la mano causa de pecado.

Pero el primerapiedrismo, como ejercicio de autoafirmación personal y grupal, tiene un riesgo, más allá del evidente emporcamiento de la convivencia. Es el riesgo de toda carrera armamentista. Concurrimos pletóricos de instintiva rabia a la plaza pública virtual -en otra época, advertiría Foucault, sería en la plaza pública- donde transcurre la dilapidación, rozamos hombros con nuestros camaradas, y nos reconfortamos en la comunión de la adversarialidad: son ellos contra nosotros, héroes contra villanos, virtuosos contra degenerados. Nosotros jamás haríamos algo como eso, nuestro caso es distinto, no se puede comparar, etcétera. Hasta que se da vuelta la tortilla. Y las adúlteras de este mundo se levantan para apedrear a la manga de hipócritas que aseguran su impunidad simulando celo justiciero. Entonces, sólo entonces, intuimos que el primerapiedrismo es una pésima idea. Pero es demasiado tarde. Nos están golpeando duro, nos están cobrando todas, se nos está trizando el tejado. Si sobrevivimos, porque la carne es dura, vamos a recordar esos piedrazos, la cara de gozo en los castigadores de ocasión. Y prepararemos nuestros proyectiles para cuando tropiecen. Cargaremos nuestros bolsillos de peñascos. Continuaremos el autodestructivo ciclo del primerapiedrismo, el verdadero deporte de riesgo para la democracia.

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