Cultura y violencia según Freud

Vivimos tiempos convulsos en los que el tema de la violencia ha vuelto a cobrar una importancia indiscutible. Viene bien recordar el planteamiento del padre del psicoanálisis -compartido también por Norbert Elias- según el cual la cultura es algo así como la contracara de la violencia, que es, al mismo tiempo, su condición de existencia. No es posible pensar la una sin la otra, en un vínculo de tensión y fricción.

“No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie”. Walter Benjamin

Sigmund Freud imagina la emergencia de la cultura a partir de una escena mítica que tiene lugar en medio de una horda primitiva. En esta, un padre tiránico hace y deshace a voluntad: posee a todas las mujeres, golpea y mata a todos los hombres. Estos, cansados del abuso de poder y la mezquindad afectiva, deciden aliarse contra el padre, acordando que, a partir de la muerte de este, ellos tendrán que operar como pares iguales. Además, establecen reglas de exclusión con relación a la posesión de las mujeres. Así se instaura la prohibición del incesto y los principios de la monogamia. Quedan erradicados, de este modo, la violencia desatada y el desenfreno sexual. Este es, para Freud, el comienzo de la cultura, que se anuda, intrínsicamente, a la violencia. La cultura es algo así como la contracara de la violencia, que es, al mismo tiempo, su condición de existencia. No hay cultura, donde no hay represión de la violencia, podría decirse. Pero tampoco hay necesidad de reprimir algo que no puja por abrirse paso. Cultura y violencia entran en un lazo dialéctico; no es posible pensar la una sin la otra, en un vínculo de tensión y fricción.

Tótem y tabú (1913) se llama el texto de Freud que recrea, a partir de esta escena de un parricidio fundante, los inicios de la civilización. Forma parte de los textos culturalistas de Freud, donde aplica ciertas tesis psicoanalíticas pensadas en principio para el individuo, a la comunidad y/o sociedad. Otro trabajo que es parte de este corpus de obras que trasladan planteamientos del sujeto al colectivo es el conocido ensayo El malestar en la cultura, de 1930. En él, Freud vuelve a amarrar conceptualmente violencia y represión a la cultura. Para vivir en comunidad, es decir, formar parte de una cultura, el sujeto debe reprimir las dos pulsiones que lo atraviesan, a saber, la pulsión libidinal y la pulsión de muerte. Para convivir con otros, el sujeto se ve obligado a refrenar sus deseos sexuales y concentrarlos en el cónyuge, así como debe controlar la pulsión de muerte, es decir, el ejercicio ilimitado de la violencia sobre otros. La sexualidad y la violencia no pueden ser experimentados en la cultura, sino que a partir de su represión. Si bien ésta es necesaria para que se haga posible la convivencia en comunidad, al mismo tiempo genera malestar en los sujetos. Una parte de sus pulsiones queda obliterada, sacrificada en pos del bien común. Pero no desaparece sin dejar huellas de disgusto. El habitar en la cultura necesariamente produce una resistencia en el sujeto.
Estas reflexiones freudianas que entretejen tanto genealógica como estructuralmente la cultura a la violencia, hacen eco con otra teoría acerca de la que su autor llamó el proceso de civilización. El sociólogo alemán Norbert Elias publica en 1939 su influyente libro El proceso de la civilización, en el cual plantea como parte fundamental de este desarrollo el creciente control de la sexualidad, así como la disminución de la propensión a la violencia. En la medida en que tejido social se vuelve más denso, los aparatajes de control aumentan.

Los planteamientos de Freud y de Elias pueden ser leídos como una respuesta al momento histórico que les tocó vivir. Quedaban atrás comunidades basadas en vínculos familiares y afiliaciones religiosas fuertes. La exacerbación de los principios modernos en sociedades cada vez más anónimas, organizadas con aparatos de administración cada vez más complejos, agudizan la mirada sobre qué significa para el sujeto formar parte de un colectivo. Lo que muestran es que, si bien el control de la violencia y de las pulsiones libidinales es una necesaria condición para vivir en ese tipo de sociedades, éstas forman parte del ser humano y, podríamos agregar, simplemente negarlas nos alejará de una comprensión más acabada de las enrevesadas maneras en que se relaciona lo individual con lo colectivo. También en los pensadores de la Escuela de Frankfurt (en el programático título de la obra de Horkheimer y Adorno, La dialéctica de la Ilustración) y su manera de pensar las relaciones entre civilización y barbarie, estas formas de encarar el tema de lo (in)gobernable resuenan.

Vivimos tiempos convulsos, en los que el tema de la violencia ha vuelto a cobrar una importancia indiscutible. Desde las discusiones que en nuestro país se suscitaron a partir del estallido social, la violencia forma parte de la agenda política y prácticamente no hay problema social (cesantía, migración, narcotráfico, uso de la fuerza pública, segregación urbana, conflicto mapuche) que no esté relacionado con ella. Hoy nos encontramos inmersos en un diagnóstico de que vivimos en un país de una creciente y descontrolada violencia. Quizás no sea suficiente con condenar la violencia; porque es una manera de obliterar su anudamiento con la cultura. Esto, por cierto, no significa que debamos pasivamente aceptar que forme parte de nuestra convivencia, pero para una mejor comprensión de dónde y cómo emerge, sería bueno que recordemos que no es un término opuesto a la cultura o la civilización, sino su otra cara.

 

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