¿Un callejón sin salida?

APROPIACIONES, REMAKES Y POSTPRODUCCIÓN.

Libros, películas, canciones, juegos y juguetes han alimentado nuestros imaginarios con ficciones conforme evolucionaron las interfaces de comunicación más allá de lo impreso: las redes sociales, las plataformas de streaming, los formatos interactivos y muchos otros productos on demand han transmutado nuestro rol de meros consumidores a productores de contenido.

Ilustración: Koren Shadmi

Somos animales narrativos. Nos alimentamos de ficciones para entender la realidad. Desde la infancia reclamamos una historia que nos permita mapear el mundo, las relaciones humanas, el lenguaje mismo, de modo que podamos al menos aspirar a entendernos. Las tecnologías de la palabra, desde la oralidad hasta lo digital, han cambiado drásticamente el modo en que nos comunicamos y nos contamos historias; pero, a su vez, nos han cambiado a nosotros irremisiblemente.

Walter Ong describe estas drásticas transformaciones en su libro “Oralidad y escritura”. La emergencia de la escritura (y posteriormente la imprenta) cambiaron para siempre el modo en que nos comunicamos, pero también las formas en que administramos nuestra memoria, nuestros imaginarios e ideas. El formato escrito, por cuanto fija el discurso, lo conserva y permite difundirlo de modos y alcances que la oralidad no tiene, y como consecuencia abre a nuevas posibilidades el uso de la lengua.

Ya entrados en el siglo XXI, otras voces se suman al coro de libros, películas, canciones,
juegos y juguetes que han alimentado nuestros imaginarios con ficciones conforme evolucionaron las interfaces de comunicación más allá de lo impreso: las redes sociales, las plataformas de streaming, los formatos interactivos y muchos otros productos on demand han transmutado nuestro rol de meros consumidores a productores de contenido. Sin ir más lejos, está el interesante experimento de la plataforma Netflix con su “Black Mirror: Bandersnatch”, o las aventuras de Bear Grylls que conminan al espectador a decidir el destino de sus personajes usando el control remoto. El ecosistema narrativo ha cambiado, y por supuesto que nos ha cambiado a nosotros como receptores. Tal como lo explicaba Postman con su metáfora sobre la ecología de medios, la penetración de un nuevo lenguaje en nuestra cultura es como verter un chorro de tinta en un vaso con agua: en primera instancia, notamos el cambio, pero pronto éste desaparece y se asimila, y ya no hay ni agua ni tinta por separado, sino que algo totalmente distinto y nuevo.

Esa reciprocidad de la influencia de los medios y sus receptores ha implicado toda suerte de reenfoques, y quizá el más interesante sea el que se relaciona con las historias que consumimos. De un modo homólogo al de la evolución de los formatos de comunicación desde la oralidad hasta lo digital, las transformaciones y apariciones de nuevas interfaces y plataformas han alterado, también, nuestras tendencias como consumidores de ficciones. Y no sólo eso: nuestras convicciones, ideas y hábitos se han adecuado progresivamente a la multiplicidad de canales, a la atomización de formatos y al reciclaje de contenidos.

Esa propensión a lo episódico, fragmentario, dinámico y esencialmente dialógico, apropiacionista y enmarcado en la lógica de la postproducción, nos hace buscar ese tipo de ficciones que hacen ecos de otras, como si camináramos en una galería de ecos o espejos de las mismas ideas que se recombinan y entremezclan con modas, chistes contingentes, estéticas que integran un nicho de fanáticos o consumidores (que a veces acaban siendo lo mismo).

Pero, ¿es acaso carencia de originalidad, escasez o cansancio de la profundidad, tal vez? De ningún modo: de acuerdo con lo que Bourriaud explica en su ensayo homónimo, la post-producción es una estética de la reescritura, el revisionismo, la repetición y el sampleo, sí, pero que nos conduce. La vía de la originalidad no está, entonces, en el contenido que consumimos, sino en el que creamos a partir de éste: nuestros comentarios en las redes sociales apoyando o destruyendo un personaje ficticio, nuestras decisiones al elegir el destino del protagonista en un interactivo, incluso los tiktoks que hacemos recreando nuestras escenas favoritas haciendo lip sync con las voces de sus personajes. Todas esas prácticas nos involucran de algún modo en nuestras ficciones, nos hacen creadores de contenido y, por tanto, un engranaje más en la cadena de postproducción.

Es un poco como el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote” de Borges: una reescritura íntegra y literal de una obra como “El Quijote” puede ser algo totalmente distinto sólo gracias a su nuevo contexto de (post)producción y sus lectores. Es un juego que llevamos jugando un par de décadas, casi sin darnos cuenta cuando vamos al cine a ver reestrenos de clásicos, spin-offs de series exitosas y otros productos así: reescrituras, adaptaciones, remakes y otros sampleos pasados por la alquimia de estéticas renovadas bajo los acordes de imaginarios readecuados a nuestras creencias e intereses, incluso a nuestros hábitos de consumo (tanto de productos como de información).

Esa “cultura del espectáculo” es una doble tentación: a contemplarla pasivamente, absorberla como esponjas hasta la saciedad y el hastío; o bien aceptar esa sutil invitación de la cultura de la postproducción a hacernos partícipes de la creación de nuevos fulgores en el espejo de ficciones reescritas una y otra vez. A fin de cuentas, como humanidad estamos relatando la misma historia desde hace miles de años. Lo interesante está en la mano que sostiene la pluma o, en este caso, la pantalla.

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