IDEAS NO CREATIVAS

La posibilidad de escribir ensayos académicos utilizando inteligencia artificial pondrá en jaque los sistemas de evaluación universitarios. ¿Cómo detectar la trampa? ¿Es legítimo hablar de trampa? El ejercicio de apropiarse de contenidos ajenos, intervenirlos y darles vida propia, practicado en el arte y la literatura por exponentes como Duchamp o Borges, y ahora ejecutado por un software, puede abrir rutas impensadas para la originalidad.

Hace un par de meses un estudiante, que representaba a una organización que promueve la difusión de conocimiento sobre inteligencia artificial (IA), me contactó para invitarme a un conversatorio sobre la generación automática de lenguaje. “¿Cómo es eso?”, pregunté. “Sistemas de IA que son capaces de escribir como un ser humano”, me dijo. “Estos sistemas pueden generar ensayos académicos, por eso nos interesa que usted pueda asistir. Los cursos que usted enseña se evalúan con ensayos”. Intrigado, busqué información sobre el tema. A poco andar me di cuenta, una vez más, de que la tecnología me llevaba una vergonzosa delantera.

Siguiendo las señas que me dio el estudiante, probé herramientas básicas de IA que, efectivamente, eran capaces de generar párrafos originales y más que aceptables sobre, por ejemplo, la evolución del concepto de felicidad en Platón, Aristóteles y Epicuro. Citas pertinentes, comentarios acertados, correcta articulación de las ideas… si esos párrafos formaran parte de uno de los tantos ensayos que recibo, efectivamente sería muy difícil discernir si fueron escritos por un estudiante o generados mediante un software.

Mi reacción inicial fue de preocupación. Una vez que esto se masifique, pensé, será imposible detectar la copia; a medida que estas herramientas sean más sofisticadas, el ignorante, si es ducho en las bondades de la IA, superará al estudioso. Me parecía, a todas luces, una mala noticia la que me había anunciado el estudiante. Pero, ¿lo era realmente? Este había dicho algo que al principio interpreté como broma: “con esto de la IA, le estoy agarrando el gustito a escribir ensayos”. El estudiante, tardé en darme cuenta, lo había dicho totalmente en serio. Sin duda, era entretenido rearmar los textos generados por el mágico software, intervenirlos, afinarlos, modificar la instrucción inicial, ampliarla o acotarla para generar un nuevo texto, una, dos, diez veces (“sólo basta un click, profesor”), y en el proceso ir sumando palabras ajenas, combinando ideas prestadas, probando distintos ensambles hasta elaborar un párrafo.

¿Era una mala noticia? Como académico, estudio obras artísticas y en particular literarias. En mis clases suelo hablar, por ejemplo, de Marcel Duchamp y su famosa Fuente (1917) para ilustrar algunos aspectos centrales de la literatura del siglo XX. Duchamp se apropió de un objeto ajeno -un urinario-, lo bautizó, lo situó en un nuevo contexto y con ello abrió una impensada y rica dimensión del arte moderno. Duchamp, hace un siglo, prefiguraba las bondades de la IA… Después de todo, ¿qué son esos párrafos generados automáticamente sino versiones contemporáneas -hijas de la tecnología y la hiper comunicación digital- del ready made instaurado por el artista francés?

La literatura abunda en ejemplos similares. Los dadaístas y surrealistas pregonaban la idea de construir textos a partir del hallazgo fortuito de palabras y frases ya existentes (Instrucciones para escribir un poema de Tristan Tzara, 1920), o bien mediante una colaboración colectiva y anónima cuyo resultado final era un poema hecho de fragmentos azarosamente ensamblados (lo que Breton y compañía llamaban “cadáver exquisito”).

Borges, a su vez, no dudaba en apropiarse de ideas ajenas al momento de escribir sus relatos. En una línea genial de Alicia a través del espejo está contenido el argumento de Las ruinas circulares; en un verso del Corán, el argumento de El milagro secreto. Lejos de ocultarlo, el autor exhibía estas apropiaciones, tal como lo demuestran los epígrafes que encabezan dichos relatos. Cabe recordar que uno de los cuentos más reconocidos del autor argentino tiene como protagonista a un excelso copión: Pierre Menard, cuya ambición no era otra sino la de “producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra- con las de Miguel de Cervantes”. Significativamente, Borges le confiere a su personaje, quizás el mayor plagiador de que se tenga noticia, la misma categoría que ostenta el clásico español. No en vano, el cuento lleva como título: Pierre Menard, autor del Quijote.

Menard me hizo pensar en el poeta chileno Juan Luis Martínez, enigmático como pocos, genial en idéntica proporción, quien declaró que su mayor interés era “la disolución absoluta de la autoría, la anonimia, y el ideal, si puede usarse esa palabra, es hacer una obra en la que no me pertenezca una sola línea”. La literatura chilena tiene una rica trayectoria en lo referido a la apropiación y manipulación de textos existentes. El poeta Carlos Cociña ofrece una espléndida muestra de ello en Plagio del afecto (2003), obra conformada por materiales ajenos, en su mayoría fragmentos de textos científicos (provenientes de la física, la biología, la psicología, la neurociencia…) en los que es posible advertir huellas, a veces directas, otras intrincadas o cifradas, de experiencias que remiten a los temas centrales que interesan a Cociña: el afecto, el erotismo, el silencio, la insuficiencia del lenguaje… La calidad de la obra no tiene nada que ver aquí con la inspiración creadora -ese mito romántico- sino con lo que podríamos llamar el trabajo de curaduría realizado por Cociña: su capacidad de selección, la captación de potencial poético, el ensamblaje de las partes (a fin de cuentas, ¿qué otra cosa sino un radical ejercicio de curaduría es la Fuente de Duchamp?).

Imposible no mencionar al norteamericano Kenneth Goldsmith y su obra Day (2003). Esta consiste en la transcripción, palabra por palabra, de la edición del New York Times del 1 de septiembre del año 2000, sin distinguir noticias, columnas de opinión o avisos publicitarios, todo reescrito y ensamblado en el contexto de una obra nueva, en lo que Goldsmith llamó un tenaz ejercicio de no creatividad. A esta clase de ejercicios Goldsmith dedicó un interesante estudio llamado Uncreative writing. Managing language in the digital age (2011), donde profundiza en el alcance de las prácticas literarias centradas en la apropiación y que ofrece múltiples coincidencias con otro publicado casi al mismo tiempo por Marjorie Perloff, cuyo título, Unoriginal genius, revela un interés similar por problematizar las nociones de autoría y creación. Nada nuevo bajo el sol. Basta pensar en Virgilio, cuyas ideas no creativas dieron origen a la Eneida, esa brillante imitación de situaciones, personajes y episodios que Homero había trazado 700 años antes.

Volviendo a la generación automática de lenguaje, no tengo claro cuál será su impacto sobre la producción de ensayos académicos (y no habrá que esperar mucho para preguntarse por su impacto sobre la producción de textos en general). No sé si exacerbará los métodos de vigilancia, la aplicación de sofisticados softwares capaces de identificar la presencia de IA en el trabajo de un estudiante. No sé si se extinguirán los ensayos en el contexto universitario. Ninguno de estos caminos, sin embargo, parece recomendable. Lo que está claro es que una época caracterizada por el crecimiento exponencial de las tecnologías de información y por el desarrollo de un paisaje digital cuyos límites apenas dimensionamos, necesariamente abrirá nuevas rutas para la creación y el desarrollo intelectual, modificando su naturaleza. Habrá que pensar -ya- cómo abordar estos cambios. Y a la luz de lo que nos muestran el arte y la literatura, cómo preservar su poderosa dimensión constructiva.

 

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