NOSOTROS Y LA TECNOLOGÍA:
UNA RELACIÓN ARTIFICIAL
Manejar nuestra relación con la tecnología es un desafío cotidiano. El rango va entre aproximarnos a un horizonte cyborg, como lo describió E.M. Forster en “La máquina se para” (1909), o hacer un corte tecnológico radical como las comunidades amish estadounidenses. Cuál es el lugar de la ¿ficción en este contexto? Cómo convivimos ¿con lo artificial?

Decido probar algo distinto. Una nueva aplicación me pide el nombre del texto: “Nuestra relación con la tecnología”, pongo. Ingresar palabras clave: adicción, naturaleza, innovación. No sé bien por qué escogí las últimas dos. Hago clic para generar el esquema, que aparece en la pantalla unos segundos después. Copio acá parte de la introducción: “Como adultos, dependemos cada vez más de la tecnología. Ésta puede hacer nuestra vida más fácil, pero también producir ansiedad y frustración. Manejar nuestra relación con la tecnología es un desafío cotidiano. Muchas veces sentimos que tenemos que estar conectados 24/7, lo que nos lleva a un burnout. Por eso es importante encontrar un equilibrio que nos permita descansar de ella cuando lo necesitamos”. La aplicación muestra soltura al abordar el tema, si bien no puedo evitar sentir que, a pesar de que no es fácil distinguir la artificialidad de la propuesta, se trata de una serie de lugares comunes. Hasta ahora, la App (MoonBeam) era gratuita, pero una ventana emergente anuncia que pronto comenzará a cobrar por el servicio. Me pregunto si al rechazar la oferta habré encontrado alguna forma de equilibrio.
Tendemos a hacer esta separación entre lo humano y la tecnología como si la representación de lo humano pudiera renunciar a su mediación. Olvidamos que ya el alfabeto, la escritura, la imprenta y el libro, son inventos (que reflejan también la cultura humana de la época) que moldearon distintas formas de subjetividad. Hemos internalizado estas características como parte de lo que entendemos por lo humano. La digitalización de distintos aspectos de la vida, incluidas la escritura y la lectura, y el desarrollo de la inteligencia artificial, han vuelto a remover estos cimientos naturalizados. Al distinguir entre el discurso artificial y el propio, restablezco una frontera cada vez más precaria. ¿Qué garantías hay de que esto no es, a su vez, el fruto de otra herramienta artificial? ¿Por qué considerar que lo que hago refleja una conciencia? No estoy seguro de poder convencer a nadie acerca de esta diferencia.

Dos caminos se abren. Uno es el de la indiferenciación entre lo humano y la tecnología. Dejarse llevar por una amalgama cada vez mayor en que los límites sean porosos y distinguir entre humano, natural y tecnología pierda sentido, con todas las consecuencias políticas y culturales que conlleva. Es el horizonte cyborg o posthumano, sobre el que han escrito Donna Haraway, Katherine Hayles o Rosi Braidotti, y que, de alguna forma, E. M. Forster, ya en 1909, describió en “La máquina se para”. En este relato, precursor de los peores momentos de nuestras cuarentenas hiperconectadas, Forster imagina un futuro en que cada individuo vive aisladamente al interior de cubículos que hacen parte de una máquina global, capaz de responder a cualquier necesidad material y espiritual. Este aparato ocupa el lugar de lo divino y, paradójicamente, esa autoridad de lo sagrado se traduce en una incorporación absoluta de lo humano en lo tecnológico. El cuento, sin embargo, sugiere que ese horizonte es inviable: habría algo en nosotros que requiere el contacto físico con otros, necesitamos el contacto con la naturaleza, tendemos a cuestionar estructuras sagradas, o instituciones demasiado poderosas.
Otro extremo es el que proponen las comunidades amish en Estados Unidos. Según Cal Newport, impulsor del minimalismo digital, los amish, a quienes se suele identificar por un modo de vida más bien arcaico, no lo serían tanto. La diferencia está en que someten a un escrutinio detallado cualquier nueva tecnología antes de introducirla en la comunidad. Aceptan los tractores, que les permiten mejorar la producción agrícola, pero no están dispuestos a aceptar los riesgos que el teléfono móvil trae para sus valores religiosos.
Tal vez el equilibrio sea convertirnos en cyborgs amish. Pocos se reconocerán probablemente en este horizonte. Me parece más atractivo otro camino: el de la literatura. ¿Cuál es el lugar de la ficción en este contexto? Si lo artificial produce productos capaces de intervenir lo real sin que su artificialidad sea detectada, ¿no estamos en una estética del realismo llevada al plano de la práctica? ¿No estamos en un contexto en que impera lo verosímil más que la verdad? La literatura (y la literatura digital especialmente) no es en este sentido un escape, sino que es una forma de comprender cómo la tecnología nos imagina a nosotros. El poeta y especialista de la nada, Felipe Cussen, habla, en este sentido, del riesgo de que sea la “estupidez artificial” la que se imponga. Me gustaría, también, recordar a Borges, quien se imaginaba en Las ruinas circulares el horror de descubrir que somos un simulacro. La literatura nos permite asomarnos nuevamente a ese abismo, ofreciéndonos una mirada alerta y lúdica ante la posibilidad de ser apenas ficciones en un mar de discursos, programas y aplicaciones. Pensar la literatura hoy implica indagar en cuáles son las nuevas formas de producir lo verosímil, pero también cómo desmontarlo.