¿PUEDEN MORIR LAS CIUDADES?

Hay razones económicas, políticas, demográficas e incluso pandémicas que pueden explicar la decadencia de algunas ciudades, y existe literatura respecto de este fenómeno. Un caso emblemático de estos tiempos sería San Francisco, California. Pero autores como el sociólogo Joel Kotkin o la editora Joy Lo Dico, rehúyen el pesimismo y plantean que las ciudades modernas no mueren; la evidencia demuestra que tienen la capacidad de reinventarse, e incluso de resucitar.

Hace pocos días andaba por las calles de la comuna de Recoleta, mirando el deterioro general, recordé qué hace algunos años estuvo de moda el libro Cómo mueren las democracias de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt y pensé si acaso no sería más pertinente preguntarse ¿cómo podían morir las ciudades? Este es un asunto que se ha vuelto más urgente a partir de la experiencia de ciudades como San Francisco en California, de la que llegan reportes cada vez más dramáticos sobre su decadencia. La pregunta de qué ocurrió con esta localidad que hasta hace tan poco era el paradigma de una ciudad próspera y amigable, con una vida urbana envidiable y que de un momento a otro decayó al punto de convertirse en el rostro del consumo masivo del fentanilo y de la descomposición humana, parece relevante si pensamos que lo ocurrido allí podría pasar en otros lados.

El caso de San Francisco es tal vez uno de los más dramáticos y espectaculares, pero según algunos la decadencia de las urbes es un fenómeno bastante generalizado. Se observa que ciudades como Nueva York o Chicago, también han estado experimentando niveles altos de desocupación de sus centros urbanos y de grandes pérdidas de inversión, deslizándose con mayor o menor rapidez en un espiral descendente.

El profesor de la universidad de Columbia Stijn Van Nieuwerburgh acuñó el término “The urban doom loop” para describir estos procesos. Según él este es un fenómeno que se viene observando tras la pandemia, cuando el centro de muchas ciudades redujo drásticamente el espacio ocupado por oficinas a consecuencia del trabajo remoto. Esto según él, arrastró al comercio y servicios anexos, lo que terminó por provocar el abandono de los edificios y construcciones destinados a estos fines, ocasionando a su vez una creciente deserción de las actividades habituales de los centros urbanos. Este vaciamiento ha implicado menores recaudaciones municipales, lo que redundó en el abandono de los servicios públicos que se costeaban con estos recursos. Este proceso trajo un descenso cada vez mayor en el valor de los inmuebles, ocasionando grandes pérdidas en las empresas. Van Nieuwerburgh señala que esta situación es difícil de revertir y que la solución de convertir edificios de oficinas vacíos en departamentos residenciales suena promisoria, pero es de implementación compleja. Más fácil resultaría transformar estas construcciones en hospitales, hoteles o lugares de entretenimiento, pero esto no es algo inmediato. En cualquier caso, su diagnóstico no es necesariamente fatalista, ya que las ciudades, según él, siempre han podido reinventarse a sí mismas y responder a desafíos igualmente grandes.

El destacado sociólogo Joel Kotkin observa que uno de los principales fenómenos que han ocurrido en ciudades de Estados Unidos es la desaparición de los barrios tradicionales de clase media, que se han desplazado hacia extremos de mayor riqueza por un lado y de pobreza por el otro. El problema es que estos barrios de clase media tenían una idiosincrasia y fisonomía particulares y ofrecían posibilidades de
integración social que han ido desapareciendo. Esto, entre otras cosas, le ha permitido a este estudioso de la vida urbana contemporánea diagnosticar cómo actualmente en Estados Unidos y otros lugares del mundo la segregación económica ha ido adquiriendo dimensiones inéditas.

Kotkin es autor del libro The Coming of Neo-Feudalism (“La aparición del neofeudalismo”), que publicó hace cuatro años, pero cuyos diagnósticos se vieron acentuados gracias a la pandemia. En este importante estudio Kotkin plantea que en el último tiempo la división de clases ha aumentado de manera inédita ya que la riqueza ha pasado a concentrarse cada vez en menos manos. La brecha entre las clases sociales no sólo se ha expandido, sino que se ha ido volviendo cada vez más rígida. Kotkin advierte que en la última década han prosperado dos clases, lo que llama la “clerecía del sector público”, conformada por burócratas profesionales educados en profesiones liberales, y los grupos vinculados a las gigantes compañías tecnológicas y el mundo de las finanzas. En este nuevo panorama feudal, esta sería la aristocracia que ejerce más poder que nunca. Este proceso, según Kotkin, se agudizó con la pandemia, considerando que estos mismos grupos se vieron beneficiados durante esta peste mientras otros sectores se precarizaron. El encogimiento de la clase media y esta nueva segregación se ha reflejado de manera acentuada en las ciudades donde la propiedad inmobiliaria se aleja cada vez más del alcance de la mayoría, que debe desplazarse a sitios ajustados a su presupuesto dejando sus antiguos lugares de residencia, porque son incapaces de permanecer en ellos. La clase media según el autor estaría siendo arrinconada desde diversos flancos y ha tenido que renunciar a la promesa de una movilidad social que ya no existe.

Analizando el fenómeno de la ciudad de San Francisco, Kotkin señala que las causas de su decadencia han sido tanto demográficas como políticas. Observa con amargura cómo esta ciudad pasó de ser un ícono cultural a una zona de catástrofe. Su diagnóstico suena conocido: el abandono del centro urbano durante la pandemia produjo una vacancia inmobiliaria que se tradujo en un deterioro general. Esto sumado a la agudización de otros problemas sociales de larga data permitió que el centro de la ciudad fuera capturado por índices cada vez más altos de criminalidad, violencia, la ocupación de los espacios públicos por gente acampando y el masivo consumo de fentanilo.

Sin embargo, Kotkin tampoco es completamente pesimista y recuerda la experiencia de Nueva York a comienzos de los años ‘70, cuando la ciudad vivió una enorme crisis que en muchos aspectos recuerda a la que hoy vive San Francisco, con similares niveles de desocupación, abandono, desempleo, criminalidad y drogadicción, y de la cual la ciudad remontó, hasta llegar a experimentar uno de sus periodos de mayor efervescencia cultural y económica.

Buscando nuevas pistas sobre la posible muerte de las ciudades me encontré con un excelente artículo de Joy Lo Dico en el diario británico Financial Times que se hizo directamente esta misma pregunta, inevitablemente a propósito del caso de San Francisco. Pero, como destaca la autora, esta ciudad ha muerto y resucitado varias veces a consecuencias de desastres naturales -como el terremoto de 1906- y huma- nos como la crisis que vivió en los años 30. ¿Qué quiere decir que se muere una ciudad? Se trata del final de su gente, su industria, su cultura o sus construcciones. Sin embargo, en la historia moderna no hay antecedentes de que esto haya ocurrido. En la antigüedad tenemos muchas ciudades que desaparecieron como Pompeya, Troya o Cartago y hasta las malditas Sodoma y Gomorra de la Biblia, pero eso no ha vuelto a suceder en épocas más recientes. Las ciudades modernas, según ella, viven en ciclos. Londres pudo sobrevivir al incendio y parece estar sobrellevando de lo más bien el Brexit. París sobrevivió al rediseño brutal de Haussmann y a varias revoluciones devastadoras. Moscú ardió. La complejidad de la vida urbana moderna parece imposibilitar que una ciudad siga un destino fatal, al menos por una sola causa. La ciudad, según ella, sería un artefacto dotado de un mecanismo de autocorrección que le permite transformarse de manera natural, pero, como ocurre con cualquier otro ecosistema, es necesario cuidarla si no queremos verla hundirse en la pobreza o sucumbiendo bajo el peso de su propio éxito y prosperidad.

Toda esta historia de ciclos de decadencia y resurgimiento recuerdan a esa famosa canción que Bruce Springsteen le dedicó hace un montón de años a Atlantic City, una ciudad que luego de haber sido un esplendoroso balneario a comienzos del siglo XX se deterioró progresivamente hasta volverse un pueblo fantasma entre los ‘70 e inicios de los ‘80. Fue entonces cuando este cantante de New Jersey nos recordó que si bien era un hecho que todo termina por morir, también era cierto que tal vez todo lo que muere termine algún día por regresar.

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