LOS LÍMITES DE LA RUINA
Lo que encontramos en portales de noticias y reportajes de guerra no es la ruina estética que revive civilizaciones pretéritas, sin embargo, los titulares continúan llamando ruinas a estos restos hormigonados que caen a diario en las zonas de masacre. ¿Qué es lo común en estos restos? El escombro. Todos provienen del mismo material, todos se ven exactamente igual, todos gritan, en toneladas de polvo y arena, el anonimato y el número creciente de víctimas.
Hace unos días encontré la siguiente sentencia en un libro sobre la representación del dolor: “El sufrimiento está más allá del reino de la expresión”. La sentencia es de un libro sobre la representación del dolor que invita a pensar sobre las actuales zonas de conflicto bélico y la profusión de imágenes que nos llegan de estos lugares. Recordé varias historias que había guardado sobre Gaza, Sudán y Ucrania. Luego de revisarlas, me percaté de que en todas se hablaba de las ruinas de la guerra e incluso en algunas fotografías se posicionaba a los sobrevivientes sobre éstas, elevándolos, a mi juicio, a una categoría estética que no tienen.
Cada vez que se habla de ruina en medios de producción cultural, remitimos a la teoría de Walter Benjamin y a las apreciaciones filosóficas de Georg Simmel o Aby Warburg. La ruina iluminada por un presente que convoca un pasado misterioso, una construcción aurática que testimonia su originalidad y fábula en retirada. La ruina tiene profundas implicaciones simbólicas en la historia del arte. La destrucción y decadencia de lo antiguo evoca nostalgia y finitud en quien observa. La historiografía de los objetos culturales ha sido un nodo de constante reflexión: desde restos de civilizaciones perdidas hasta metonimias de la fragilidad del hombre. Una belleza patética que nos hace soñar con recuerdos que no son nuestros. La representación de ruinas en las obras pictóricas de Caspar David Friedrich nos lleva a paisajes desolados retomados por una naturaleza indómita que, tras los siglos, olvida el paso del hombre; como es el caso de su conocida obra Abadía en el bosque (1810).
La representación de la ruina ha girado su significación hacia la decadencia y el abandono, tal como Matta-Clark lo trabajó en sus fotografías y building cuts durante los años ’60, Anselm Kiefer y sus instalaciones en la antigua fábrica de ladrillos de Buchen, o Doris Salcedo y su singular obra 1550 sillas; trabajos escultóricos que innegablemente permean nuestra realidad al verla.
Lo que encontramos en portales de noticias y reportajes de guerra no es la ruina estética que revive civilizaciones pretéritas, sin embargo, los titulares continúan llamando ruinas a estos restos hormigonados que caen a diario en las zonas de masacre. Hoy lo que se nos muestra en las fotografías de genocidios son grandes bloques de restos: edificios, escuelas, casas, hospitales, avenidas. Un mismo material proveniente de distintos lugares habitados y transitados por ciudadanos ignorantes de su fatum. ¿Qué es lo común en estos restos? El escombro. Todos provienen del mismo material, todos se ven exactamente igual, todos gritan, en toneladas de polvo y arena, el anonimato y el número creciente de víctimas. No hay nada misterioso, sublime o romántico en ello. Lo que vemos en las redes sociales y televisión no son ruinas de guerra, sino restos de construcción y, en ellas, restos humanos indiferenciados.
La ruina, como concepto de representación estética en las artes contemporáneas, ha llegado a un límite; al menos para representar estas zonas de arrase. El escombro, concepto desprovisto de historia, de memoria y de melancolía, es el que representa la desolación presente. Este detrito deshumanizado, y probablemente sin valor arqueológico, nos permite pensar alegóricamente el lugar del ser humano desconocido en medio de los actuales genocidios. Residuos de demolición que producen polvareda y suciedad. Sólo obstáculos y amontonamiento de lo inservible.
El problema del concepto ruina es que es una categoría estética preconcebida. Es parte del “rumor teórico” que la sociedad maneja, un conocimiento teórico infundado que sólo se sostiene por el uso de la lengua; en palabras de Anne Cauquelin, lo que todos repiten sin entender sobre la cultura. Estamos ante el problema de la resistencia de un concepto. ¿Cómo continuar convocando un término que ha dejado de significar, para el presente, el sentido original que guardaba? En el campo del arte, hablar de ruina es establecer un diálogo con la historia, una revisión de la temporalidad de los objetos, de los espacios.
Así como los géneros literarios son históricos y responden a determinados momentos de la narración humana, los conceptos estéticos también lo hacen a momentos del desarrollo de las artes. Géneros literarios y conceptos estéticos cesan, se detienen. En las fotografías del campo de refugiados en Jabalia, en el norte de Gaza, sólo hay escombros.
Las imágenes realmente nos anestesian, como decía Sontag. Tras la exhibición constante, éstas pierden su efectividad. Dejan de movilizarnos y con ello nuestro compromiso decae. De igual manera que las imágenes, los conceptos también producen una saciedad tal que deja de estremecernos al abordar la realidad. La representación en la historia tiene un movimiento bascular. La distancia entre el ser y el mundo a veces se estrecha, otras se aleja. Hoy los estudios de cultura visual reflexionan sobre cómo el arte interpreta la realidad de conflictos políticos y traumas históricos. Parece interesante que Ernst Van Alphen sostenga la superioridad epistemológica de las artes respecto de la historiográfica. Para él, las artes poseen una contundencia dramática que la historia no puede alcanzar, un enfoque afectivo inherente a su lenguaje. Si representar es señalar algo que está ausente mediante un sustituto perceptivo y simbólico, llamar escombros a estos restos constructivos resulta factible. Escombro puede ser interpretado como recordatorio de la mortalidad innominada, ausente de singularidad, sin relatos épicos que esperan ser cantados siglos después. El escombro es el resultado de un proceso de demolición, de una fuerza extrema sobre un cuerpo (hormigonado/humano). Son muestras inorgánicas y deleznables de los conflictos políticos y religiosos sobre la población civil y participantes involuntarios. Esto se relaciona con el giro ético en la representación artística. Parte de esta condición es la actualización e inclusión de nuevos términos que permitan aproximarnos con cautela a las masacres humanas contemporáneas.
Los límites de la representación están en el centro de esta discusión. ¿Cómo representar lo que no se puede decir, oír, o creer? La representación implica un profundo peligro aporético: si algo no es representable, entonces lo sucedido no es imaginable, y por tanto no existe. Queda atrapado en el reino de la invención. Primo Levi, George Steiner, José Emilio Burucúa y muchos otros pensadores advirtieron sobre la brecha entre lo acontecido y lo representado. Ese es el riesgo. Son muchos los estudios sobre acontecimientos límites y en ellos encontramos condiciones comunes: toda representación de una masacre está asociada a la exigencia de no distorsionar los hechos, la narración o imagen testimonial busca una verdad irrenunciable, la brevedad o pobreza del lenguaje es un gran problema para contar lo ocurrido, y, finalmente, el riesgo de que la comprensión de lo recibido derive en la justificación de lo injustificable.
¿Es la ruina, en cuanto término teórico el que permite representar hoy una masacre? La representación artística siempre abre un problema enorme al ser un intento limitado, y que además requiere la revisión constante de sus materiales de representación. El escombro es un elemento que testimonia la devastación contemporánea, por lo cual sus posibilidades de expresión crítica son innumerables.