LO PÚBLICO, LO PRIVADO Y LO ÍNTIMO
La transparencia omnipresente, el exceso de evidencia, las redes sociales, la autoficción, e incluso una guerra transmitida en tiempo real, delatan el fin de lo privado. Cómo guardar un secreto en un mundo que está organizado de una forma donde todo deja rastros, donde nada desaparece, donde el archivo está destinado a suplantar la realidad?

En un mundo colmado de trascendencia, en el que una instancia divina vela por el bien y el mal del universo, el ser humano no tiene nada que esconder. No hay cosa que deba ser ocultada y el ser humano nada debe querer esconder. En última instancia, es el deseo el que debe ser colonizado por el orden divino. No hay que tener secretos, pero, sobre todo, no hay que desear tenerlos. “Secretos de dos no son de Dios”, reza un antiguo dicho popular. La práctica de la confesión, de hecho, intenta introducirse no sólo en los actos prohibidos cometidos en secreto, sino en los anhelos más recónditos del sujeto.
Paradójicamente, vivimos hoy -tiempos laicos, donde más que nunca imperan valores centrados en el aquí y el ahora- momentos de gran devaluación de lo secreto. La demanda por la transparencia está omnipresente. Prácticamente todas las esferas humanas son llamadas a mostrarse, a no dejar nada oculto. Una arquitectura en la que domina el vidrio, que promete no sólo luz sino también visibilidad, es el correlato en la organización espacial de la exigencia de transparencia. Espacios abiertos, oficinas compartidas que prescinden de puertas y muros, y separadores de vidrio que dejan ver desde afuera lo que ocurre en los interiores, evidencian una cultura que pretende mostrar que no tiene nada que ocultar. Nada debe quedar entre cuatro paredes, sino todo lo contrario: las paredes fingen no estar.
Otra arista de este llamado a no tener secretos o a volverlos imposibles son las redes sociales. Allí todo puede ser publicado, es decir, convertido en público. Lo que antaño solía formar parte de la esfera privada o incluso íntima, ahora se publica y se comparte: la comida que preparé el domingo, la primera sonrisa de mi hijo o hija, un estado de ánimo, una desilusión amistosa o amorosa. Redes como Facebook o Instagram tienden a difuminar las líneas divisorias entre lo público, lo privado y lo íntimo. Al homogenizar en sus formatos todas las experiencias, desde las banales a las importantes, se pierde el sentido a partir del cual discernir entre lo que se quiere o no, lo que se debe o no, compartir y hacer público.
Esta pérdida entre lo público/colectivo y lo privado/íntimo/personal tiene su correlato en la verdadera pulsión de la cultura contemporánea por el archivo: todo queda grabado y guardado, documentado. Se hace casi imposible borrar las huellas de nuestros actos. El mundo, además, se ha poblado de cámaras en las que toda la realidad pareciera duplicarse, como en esos espejos cuya capacidad de multiplicar al hombre le parecía tan siniestra a Borges en su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. ¿Cómo guardar un secreto en un mundo que está organizado de una forma donde todo deja rastros, donde nada desaparece, donde el archivo está destinado a suplantar la realidad?
«El que nada esconde, nada teme”, dicta otro refrán. Cualquier campaña política de hoy en día está atravesada por esta premisa. Un candidato a un cargo público debe ser intachable. Esto implica no sólo sus cuentas bancarias, sino sus diagnósticos médicos, sus hábitos sexuales, su historial con el alcohol y los estupefacientes. Los secretos son motivo de sospecha. Claro está, es mejor ni siquiera tenerlos, pues guardarlos se ha hecho casi imposible.
No es casualidad que los escritorios de hoy tienden a ser mesas planas, muchas veces incluso sin cajoneras. En nada se asemejan a los gabinetes antiguos, también llamados secretarios, llenos de cajoncitos, puertitas, recovecos pensados para ocultar en ellos lo que no debía estar disponible en la superficie. Y así como desaparecen los muebles/gabinetes, también van desapareciendo las o los secretarios personales, cuyas tareas administrativas se entremezclaban con la misión de guardar los secretos de sus jefes. Ahora, como las oficinas, los y las secretarias se comparten. En El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, Humberto Peñaloza conoce tantos secretos de su patrón, don Jerónimo de Azcoitía, que sus identidades se confunden. Por eso hay que, al final de la novela, convertirlo en imbunche: un ser al cual han cosido todos sus orificios, asegurando de este modo que nada pueda salir de él.
En el plano de la literatura, la ficción de la transparencia se ha abierto paso a través de la así llamada literatura del yo, identificada como una especial forma de autoficción. Un yo que, muchas veces, relata sin tapujos la banalidad de sus experiencias, desde las más cotidianas hasta las, supuestamente, más íntimas. Ya no se trata de historias genealógicas de familias en las que se transa el secreto en pos de la mantención de un orden comunitario -familiar, social, nacional-, sino más bien de los vericuetos de un yo en su enfrentamiento consigo mismo, con los otros y con el mundo en el día a día.
También respecto de los convulsos tiempos que hemos vividos en los últimos años y que se agudizaron con la crisis en torno a la invasión rusa a Ucrania, se vuelve imperioso preguntarse acerca de la transparencia. La guerra es un negocio sucio, lo sabemos desde siempre. Los intentos de normarla, de asegurar que se juegue con cartas abiertas, se estrellan contra su imposibilidad. Las imágenes que a diario y en tiempo real podemos observar, parecen prometer la posibilidad de ver y de “supervisar”. Desde que entraron, hace ya más de 100 años, las imágenes en el mundo de la noticia funcionarían como garante de la verdad. Pero ya nos hemos acostumbrado a que todo es falseable y maleable. No podemos confiar en lo que vemos. La supuesta transparencia no pareciera sino una falsa promesa y una ficción inalcanzable.
La pregunta que se abre, a partir de esta mirada sobre la demanda insaciable de transparencia y el intento de erradicar lo secreto de nuestras vidas, quizás sea la que tiene que ver con el deseo: ¿Qué deseamos cuando pretendemos saberlo y verlo todo? ¿No nos volvemos a parecer mucho más de lo que quisiéramos a ese mundo en el que todo secreto debía ser confesado y en que parecía imposible escabullirse de la mirada omnipresente de la autoridad? “Ten cuidado con lo que deseas, se puede convertir en realidad”, nos advierte Oscar Wilde. Fue lo mismo que a su modo dijo Santa Teresa: “Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por las no atendidas”.