LA SOMBRA DEL VAMPIRO

El vampiro se define como un “no-muerto”: una criatura que transita entre las sombras como un cadáver eterno; un ser que porta la horrible alegoría de la muerte personificada. Pero su connotación maligna guarda relación también con el sufrimiento y la condena que supone su naturaleza deshumanizada.

El alcance histórico y cultural del vampiro es lo suficientemente amplio para identificar su presencia en diversos lugares del mundo y en distintas tradiciones literarias: desde el descenso al Hades de Ulises hasta El almohadón de plumas de Horacio Quiroga. Deidades como la tenebrosa Lilith de la cultura hebrea, la temida Hécate en la antigua Grecia, los demonios gul del mundo islámico o el Piuchén del imaginario mapuche, son representantes de un extenso repertorio de seres monstruosos y chupasangres asociados a la noche, la perversión y la muerte.

Particularmente en Occidente, los vampiros despertaron el interés de connotados filósofos como Edmund Burke, quien reconoció el valor de lo sublime como una proyección de los miedos atávicos, el goce estético ante el tenebrismo y el dolor; Voltaire y su alusión a estas criaturas en su Diccionario filosófico al criticar la pervivencia de ideas paganas provenientes de Grecia; o Rousseau al afirmar que la creencia en vampiros supone “una gran cantidad de evidencias y testimonios”. Durante el siglo XVIII aparecieron abundantes tratados, procesos judiciales y crónicas periodísticas que confirmaban o desacreditaban la supuesta existencia de los vampiros: El Mercure galant y sus informes aparecidos entre 1693 y 1694 sobre cadáveres que se levantaban de sus tumbas en Polonia y Rusia, la publicación de informes como De la masticación de los muertos en las tumbas (1728) de Michael Rant, diácono de Nebra, entre otros textos que se difundieron y leyeron vorazmente.

La primera contribución literaria que repercute de forma significativa en el mito vampírico es la del abad de Senones, Dom Antoine Agustín Calmet (1672-1757), quien publica en 1746 el trabajo titulado Traite sur les Apparitions des Esprits, et sur les Vampires; texto que en pleno periodo ilustrado buscaba poner en tela de juicio la creencia tan expandida en estos seres sobrenaturales. No obstante, más que echar tierra sobre el tema, Calmet colaboró significativamente en la construcción literaria de la figura del resucitado dotando de imaginación y soltura a una serie de historias extraídas del folclore europeo.

El vampiro se define como un “no-muerto”: una criatura que transita entre las sombras como un cadáver eterno; un ser que porta la horrible alegoría de la muerte personificada. Pero su connotación maligna guarda relación también con el sufrimiento y la condena que supone su naturaleza deshumanizada.

Durante el siglo XIX, el upyr (en su denominación eslava) adquiere un carácter aristocrático que alude directamente a implicancias sociales gracias a la publicación en 1819 del relato breve El vampiro, surgido de la pluma del escritor inglés John William Polidori. Al igual que el monstruo de Frankenstein, El vampiro es el resultado de los delirios imaginativos de Villa Diodati en aquel lluvioso verano de 1816 -una mansión ubicada en Cologny, Suiza, que pasó a la historia por ser el lugar de nacimiento de los dos grandes arquetipos de la literatura fantástica moderna- en donde un grupo de jóvenes poetas, entre ellos Percy Shelley y Lord Byron, se propusieron el desafío de crear el cuento de horror más memorable.

De ahí surge la idea argumental Frankenstein de la atormentada Mary Shelley, y la parodia vengativa de Polidori, quien quiso retratar la crueldad y el narcisismo de Byron en su personaje Lord Ruthwen: un aristócrata malévolo, seductor y egoísta. El cuento fue atribuido en un inicio a Byron, quien, ante el gran éxito de la obra, demoró convenientemente en aclarar el asunto, humillando a su vez a Polidori. Pero más allá de la polémica, Lord Ruthwen será interpretado en la época como símbolo del auge de una clase dominante que se alimenta de la vitalidad de las masas desposeídas, dando lugar a innumerables adaptaciones teatrales y literarias.

Le siguieron otras piezas claves para el desarrollo del género como La familia de los Vourdalak (1839) de Aleksei Tolstoy, una fábula que retoma la figura del vampiro folclórico ruso; Varney el vampiro o el festín de sangre (1847) de James Malcolm Rymer, un folletín truculento y melodramático que prefigura al villano de Stoker, y Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu, sofisticado relato que representa uno de los puntos más altos de la literatura de horror, consolidando la imagen de la mujer vampiro, la connotación sexual y el lesbianismo como tópico subversivo frente a la sociedad victoriana.

Siguiendo esta lógica, la configuración definitiva del vampiro se manifestará con Drácula (1897) del irlandés Bram Stoker, personaje que, además de integrar los rasgos perversos y seductores del personaje aristocrático de Polidori, inserta a la bestia en el esplendor de la Revolución Industrial como una amenaza ante el poderoso sistema económico burgués y la represión misógina. Drácula abandonará los recónditos escenarios de Transilvania para forjar su imperio del terror en una Inglaterra absolutamente moderna, sin otro fin más que depredar y expandirse como una metáfora soterrada del colonialismo.

La novela de Stoker surge en paralelo con el florecimiento del cine como arte autónomo. La adaptación de Francis Ford Coppola, Bram Stoker’s Dracula (1992), homenajea dicho vínculo en una de sus escenas, cuando el vampiro interpretado por Gary Oldman lleva a ver una proyección del cinematógrafo a Mina (Winona Ryder) a un teatro londinense. Sin embargo, el motivo amoroso que sirve de base argumental a la película es inexistente en la novela, como también el atractivo físico del conde y el contexto histórico medieval. El éxito de la adaptación -la cual se alimentó de la estética gótica del Drácula de la Universal (1931, Tod Browning), de la saga sangrienta y sexual producida por la Hammer Film y los personajes punk y atormentados de la década de 1980- impulsó un nuevo interés en la revitalización del monstruo.

Este 2025 se estrenaron dos películas que revitalizan la figura del monstruo depredador como metáforas de miedos actuales. Por una parte, Nosferatu de Robert Eggers expone al monstruo como la personificación de la destrucción, la extensión devastadora de la muerte, resignificando así la idea de poder que recae en el terrible conde Orlok. Si la película expresionista de F.W. Murnau (1922) abordaba el tema de la plaga como símbolo de la devastación de la Primera Guerra Mundial, la versión de Eggers concibe al vampiro como el trauma post-pandémico y la invasión del extremismo como ideología dominante (dominio expresado sobre Ellen y los que la rodean).

La película Pecadores (Sinners) de Ryan Coogler, ambientada en Misisipi de 1932, cuenta la historia de los hermanos Smoke y Stack, veteranos de guerra y exempleados de la mafia de Chicago. Los gemelos planean abrir un antro local para la comunidad afroamericana, pero la noche de la inauguración son atacados por un grupo de vampiros. Más allá de los innegables intertextos con la tradición literaria y fílmica, la cinta hace eco de las problemáticas raciales post-Black Lives Matter, la depredación de la riqueza multicultural y la música como forma de resistencia. Como apunta la profesora Verónica Barros, el hecho de que los vampiros pertenezcan al Ku Klux Klan da cuenta de las tensiones sociales que se suscitan en el nuevo gobierno de Trump.

La pervivencia del vampiro se debe, en gran medida, a la relación ambivalente que el hombre manifiesta hacia lo desconocido; una seducción latente que reactualiza al mito por el acto de negación frente a la muerte, la necesidad de persistir, de controlar, de imponer, de inmortalizar el cuerpo ante la vejez inminente. Quizás los vampiros habitan en el inconsciente colectivo no sólo por el terror que representan, sino también porque cada uno de nosotros extiende su propia sombra vampírica.

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