La ciudad del peatón
En plena cuarentena, aquel permiso de una hora para ir a comprar fue la oportunidad para simplemente dar una vuelta por el barrio. Estirar las piernas, de un momento a otro, se convirtió en un deporte pandémico, en una terapia incluso para crear un nuevo territorio cotidiano.
Una ciudad es un lenguaje que aprendemos y practicamos a tientas en cada paso que damos por sus calles. La descubrimos, la conquistamos, nos reflejamos en ella. Con todo lo bueno y lo malo. Toma diversas formas y su pulso parece seguir nuestro estado anímico: algunas veces, se torna entusiasta y con euforia se llena de colores; en otras, pierde energía y se vuelve un territorio inseguro y hasta desconocido. Sus muros, sus veredas -o la falta de ellas- hablan de nosotros. Al igual que un ser vivo, la ciudad se reinventa continuamente en la cotidianidad de sus barrios, en las rutinas y modos de recorrerla.
Si a lo largo de la historia ha sido eco de los grandes procesos sociales que definen una época, pensar la ciudad es también un modo de comprender el presente e imaginar nuestro futuro. ¿Qué formas adoptará la ciudad de la pospandemia? ¿Cómo imaginar esas transformaciones desde el encierro y cuando el ruido de fondo durante más de un año fue una ambulancia a toda velocidad cruzando las calles? Como afirma Georges Perec en el ensayo “¿Aproximaciones a qué?”, en todo aquello que pasa desapercibido de nuestra vida diaria en la ciudad -o que, por su condición de evidente o habitual, nos dejó de sorprender- se cifra la clave de un presente que nos define. Así, el ejercicio de anotar lo que observamos mientras caminamos -“Describan su calle. Describan otra. Comparen”, anima Perec- puede ayudar a entender una realidad que se nos escapa y que, en el contexto de la vida urbana de la pospandemia, se torna tan distinta como incomprensible. Nunca habíamos echado tanto de menos una ida improvisada al cine, entrar con frío a un bar lleno de gente o una simple conversación de pasillo con un colega como en los primeros meses de pandemia. El encierro nos obligó a releer y valorar esas rutinas.
Como una puesta a prueba forzada y desorientadora, la pandemia desafía el poder de resiliencia de la ciudad, su capacidad para reinventarse después de una catástrofe: nos ofrece un territorio para redescubrir con reglas levemente distintas. Un primer acercamiento -el más común y democrático- es a pie. Reflexionando sobre la figura del flâneur, aquel paseante símbolo de la modernidad que recorre las calles de París por el solo gusto de caminar, Louis Huart avanza una definición de ser humano que parafrasea irónicamente la de Platón: lo propio de este animal bípedo sin plumas sería, precisamente, su capacidad para perder el tiempo y caminar sin rumbo. En plena cuarentena, aquel permiso de una hora para ir a comprar fue la oportunidad para simplemente dar una vuelta por el barrio. Estirar las piernas, de un momento a otro, se convirtió en un deporte pandémico, en una terapia incluso para crear un nuevo territorio cotidiano. Sin prisas ni necesidad de consumo. Cuando salíamos como un gato doméstico temeroso que recién descubre el mundo exterior, la experiencia de caminar esas pocas cuadras pasó a ser análoga a la del turista: así como la visita a una ciudad extranjera muchas veces se resume en confirmar datos e imágenes de guías turísticas o internet, en esas caminatas nos limitamos a constatar si el paisaje que conocíamos antes de la pandemia todavía existía. Un juego similar al de los niños: está, no está. A fin de cuentas, también esa ha sido la actitud que tenemos al momento, por ejemplo, de volver a la ciudad o al barrio de la infancia: acá había una panadería -sorpresa-, ahora hay una farmacia.
Así como la línea divisoria entre campo y ciudad situó a las metrópolis de fines del siglo XIX como sinónimo de progreso, cosmopolitismo y oportunidades de trabajo y ocio, también supuso el desafío de rediseñar la vida urbana a la luz del ritmo acelerado de una modernidad marcada por problemas de seguridad, higiene y eficiencia. Desde luego, el urbanismo contemporáneo está lejos de ver la respuesta en un barón Haussmann que renueve por completo la ciudad, como lo hizo con París durante el Segundo Imperio, pero al menos el escenario pospandémico obliga a revaluar las formas de habitar la ciudad desde otro ritmo, uno más lento e íntimo. Quizás en esa búsqueda, uno de los fenómenos que terminó por cobrar fuerza en la pandemia fue la fuga de muchos santiaguinos hacia las provincias. En una especie de síndrome Thoreau que pareciera actualizar la visión crítica sobre el carácter artificial y opresivo de las grandes ciudades, la opción de una vida a escala más humana caminable- y cercana a la naturaleza sintoniza con las necesidades cotidianas de movilidad y seguridad en la era COVID-19. Ese aspecto fantasmal de la ciudad y, sobre todo, el deseo de compatibilizar el costo y la calidad de vida, funcionaron como un antídoto al proceso de gentrificación de algunos barrios. Ciudades como Nueva York o San Francisco, por ejemplo, vieron una reducción drástica -¿milagrosa?- del costo de sus arriendos.
COMO UNA PUESTA A PRUEBA FORZADA Y DESORIENTADORA,
LA PANDEMIA DESAFÍA EL PODER DE RESILIENCIA DE LA
CIUDAD, SU CAPACIDAD PARA REINVENTARSE DESPUÉS DE UNA
CATÁSTROFE: NOS OFRECE UN TERRITORIO PARA REDESCUBRIR
CON REGLAS LEVEMENTE DISTINTAS.
La idea de proximidad, además, nunca había sido tan líquida como en este contexto: al igual que la fuerza centrífuga que pone el horizonte de vida fuera de la gran ciudad, la preferencia por vivir en un lugar que a pocas distancias cubra las necesidades básicas de trabajo, consumo y vida familiar la podemos pensar tanto a nivel de barrios, suburbios o pequeñas ciudades. Y ahí la tecnología ha jugado un rol clave para cuestionar las distancias y la presencialidad. Si el trabajo remoto funciona, ¿qué rol tendrán las oficinas? ¿Seguirán siendo lugares que replican el trabajo que se puede hacer desde casa? Más bien habría que repensarlos como espacios de encuentros, es decir, tendrían que cubrir ese aspecto social que el teletrabajo no puede.
Una ciudad a la medida del peatón parece lejana en el caso latinoamericano, sobre todo si consideramos la segregación urbana, el transporte público y el acceso a áreas verdes. La pandemia, sin embargo, abre nuevos rumbos para imaginar la ciudad. Volver a observar las calles, dar una vuelta a pie. En la puesta en práctica de la caminabilidad, ese índice que mide nuestra relación con el espacio urbano a nivel de accesibilidad y bienestar, probablemente esté el punto de partida para revalorar el espacio público y proyectar la dimensión sustentable de la ciudad.