HISTORIA, MEMORIA E INTIMIDAD

En su novela más reciente, la escritora Isabel Baboun Garib (1984), quien ya con su primera novela, La Tailandesa (Planeta, 2022) generó una recepción crítica favorable, avanza hacia una propuesta de escritura más experimental en donde la experiencia femenina, en ese caso de la amistad, ocupa un lugar central.

 

UMMĪ. Una historia de la migración palestina (Tusquets, 2025) es el título de la más reciente novela de no ficción de la también actriz y académica Isabel Baboun Garib (1984). Ya con su primera novela, La Tailandesa (Planeta, 2022) generó una recepción crítica favorable a una propuesta de escritura más experimental y donde la experiencia femenina, en ese caso de la amistad, ocupa un lugar central. Esto persiste en UMMĪ. Una historia de la migración palestina y se arrriesga mucho más al vincular un linaje familiar árabe de décadas con la historia del mundo palestino en Chile y su actual desarraigo y exterminación. En este sentido, es una novela profundamente política y urgente sin que necesariamente haya sido esa la intención inicial. Desde una perspectiva formal, la novela se articula con tres registros narrativos que se entrecruzan a lo largo de todo el relato construyendo un texto denso, y por momentos, difícil de seguir justamente por el permanente cambio de voz y perspectiva, y su fragmentariedad. Quisiera profundizar en los aciertos de cada uno de estos registros que confluyen.

El primero es uno de corte más histórico, que revisa la historia de la colonia palestina en Chile que -como quizás algunos no saben- es la comunidad más grande de palestinos después de Medio Oriente en el mundo-, lo que ya desde una mirada afectiva nos vincula como lectores nacionales con la historia de este pueblo y con la historia de las migraciones desde el siglo XIX a la fecha en nuestro país. En esas páginas, la narradora hace un trabajo de historiadora de recorrer la inmigración palestina desde el siglo XIX hasta la fecha, y de cómo se gestó en la sociedad chilena la llamada “turcofobia” -se les llamaba inicialmente turcos por su pasaporte del imperio otomano-. Citando a Julieta Campo Espún afirma: “[…] la discriminación local hacia los migrantes árabes empieza a inicios del siglo XX y, segundo, que la crítica y discriminación y estigmatización como grupo étnico inferior ya circulaba en la prensa. En El Mercurio, por ejemplo, entre grupo de intelectuales de clase alta. Joaquín Edwards Bello manifestó en 1935 una consternada reacción ante árabes, sirios y judíos porque, según él, eran la causa de que en los barrios de Recoleta, San Pablo y San Diego los chilenos mostraran un color de piel más oscuro” (78). La cita reafirma el motivo racial que ya estaba presente en la cosmovisión moderna de Chile desde el siglo XIX, por ejemplo con la ley de migración selectiva de 1845 de Manuel Bulnes que la misma autora menciona y que buscaba traer inmigrantes europeos -idealmente alemanes como expresaba el intelectual liberal Benjamín Vicuña Mackenna y Vicente Pérez Rosales- que aportaran a la modernización del país y al “poblamiento” desde el Bío Bío al sur del país, la ya conocida Colonización alemana del Llanquihue, entre otros ejemplos. En este sentido, el texto vincula la historia de colonización árabe, judía y europea del siglo XIX, sus estragos en el siglo XX marcados por la primera y segunda guerra mundial, y por una lógica racial y colonialista que persiste hasta el presente.

La autora no solo hace un trabajo de archivista buscando los diferentes libros de historia que han abordado la migración palestina y su inserción identitaria en el país -destaca Agar Corbinos en Contribuciones árabes a las identidades latinoamericanas (2009) o Akmir en Los árabes en América Latina: historia de una emigración (2009), sino que a la par hace un recorrido por la literatura de ficción armando una biblioteca afectiva de aquellas novelas que nos permitirían saber más sobre una historia para muchos marginal y desconocida- algunos de ellos son Memorias de un emigrante (1908) de Benedicto Chuaqui o Los turcos (1962) de Roberto Saráh. Estas referencias literarias junto a las de intelectuales reconocidos como Didi-Huberman que problematizan la anulación de Palestina, la imagen/huella de la Palestina destruida en el presente, confirman que esta novela de no ficición de Baboun no solo propone un mapa íntimo familiar del cual hablaremos más adelante, sino que propone modos de leer el pasado del pueblo palestino y de su presente en conflicto. De alguna manera, frente a su olvido y anulación a lo largo del tiempo, la novela vuelve a armar su historia en retazos, Palestina vuelve a existir.

El segundo registro que identifico es el de la memoria, donde la autora da voz a los mismos protagonistas de este viaje migratorio que vivieron en carne propia la adaptación a un nuevo país al cual llegaron sin saber mucho y en conjunto armaron un linaje con silencios y vacíos: “(Y me voy a enterar un día de que el abuelo del primo Nicolás era hijo de un hombre alto y buenmozo, metro noventa, casi dos, como mi abuelo […] que ese hombre alto de tez morena, nació en Palestina pero que a una edad temprana se subió a un barco con papá, mamá, cuatro hermanos, y que en ese barco llegó a Chile…)” (148). La narradora construye un relato genealógico -una suerte de árbol familiar- y un mapa geoafectivo -desde Belén, hasta Haití y otros países latinoamericanos- de los desplazamientos por el mundo de los suyos. Aquí ya no está la voz autorial de los libros oficiales, sino las voces de los protagonistas, hombres y mujeres de carne y hueso que partieron de cero y aportaron significativamente a la modernización de Chile en áreas como la textil, entre otras. Cabe señalar que la memoria familiar construida como una genealogía es un rasgo característico de las voces judías y árabes en Chile, según Rodrigo Cánovas (Literatura de inmigrantes árabes y judíos en Chile y México), y en este sentido, esta novela también entra en la biblioteca de la literatura de migraciones a Latinoamérica.

En este punto, destaco el nombre del segundo apartado de la novela titulado “Lo Ovalle, 1671” y que refiere a la dirección en la comuna de San Miguel de la Unión Árabe de Beneficiencia de Santiago, un hogar de ancianos que la narradora visita y donde comparte lecturas, escucha las historias de vida y los gustos artísticos -cinéfilos y literarios- de los ancianos así como sus reflexiones sobre la memoria personal y colectiva: “Sandra pide la palabra. Sandra, que llegó a Chile con su familia desde Siria: Todo se pierde. Todo se va, ver morir a tu hermana de seis años, ese recuerdo que no me puedo quitar de la cabeza. No todo está hecho para contarse, pero la gente no sabe eso. Es la historia que tengo para contar” (193). Esta casa en San Miguel se convierte en un motivo irradiador de la pregunta por el recordar y desde dónde se recuerda materialmente, pero no solo de esa casa, sino de otras casas físicas de antaño, de las imaginadas y las del presente: “El jardín de la residencia tiene una gruta. En tu casa familiar había un jardín y una gruta. Una casita afuera de la casa más grande donde dormías tú. Así nos dijiste, eso nos contaste, que cuando eras chico y hasta un poco más grande dormiste en esa casita que era como un departamento y que dejaste cuando dejaste la casa grande. La casa familiar. La gruta de la residencia es tres veces el tamaño de esa otra” (207). Las casas de la memoria como imaginario central en esta novela y en muchas de la literatura de inmigrantes árabes y judíos (Cánovas) confluyen todas en la vejez del recuerdo o el recuerdo desde la vejez.

Finalmente, identifico un último registro más personal e íntimo puesto que en esas líneas se trasluce más claramente la imagen de mundo de la narradora, su postura frente a la familia palestina y una tradición que se hereda, pero también se cuestiona desde los paradigmas actuales sobre el rol de la mujer y la maternidad. De cierto modo, la narradora se vincula con su tradición desenredándose de ella, y haciéndola así suya, y destacando el linaje femenino. Aquí cabe mencionar a quiénes está dirigida la novela: “A las mujeres palestinas / A las familias palestinas”, y retomar lo ya señalado sobre que la novela articula un relato profundamente femenino tal como lo anuncia el título del último y tercer apartado “Ella. Palestina”. Palestina es también mujer, es territorio vulnerado e ignorado, como lo ha hecho la historia con las mujeres desde siempre: “Ellas, hijas. Ellas, hermanas. Ellas, madres. Ellas, esposas. Ellas, palestinas. El despojo a nuestros pueblos. 1936: la Gran Revuelta palestina. Un año antes: el desarrollo de la fuerza del movimiento de mujeres palestinas” (122). Pareciera imposible hablar de Palestina sin hablar de ser mujer y del importante rol que cumplen las mujeres en su cultura. La narradora sitúa desde un principio su posición y mirada política: “Yo soy la hija en esta historia. Ese es mi lugar. La mayor de tres hermanos, la menor, porque nací mujer. Hija y hermana. Madre no. Palestinos. El lugar de ellos ha sido ese y ese sigue siendo su lugar”.

Junto con la pregunta por el territorio y la posición sexoafectiva, hace sentido también la pregunta por la lengua, específicamente la lengua materna y su impronta. La novela debe su título a esto y así inicia: “Madre” en árabe se dice Um. En algunos usos, tiene un significado superlativo: Um es la madre de Todo.) Ummī quiere decir “mi mamá” […] Mi mamá. Mía, de mí” (13). Es un homenaje a la madre -tal vez, la madre de la autora- y el rol que cumplen las mujeres en los tejidos de la memoria y los significantes que el relato dibuja magistralmente entre ser mujer, ser hija, ser Palestina. Los entreteje de un modo fragmentario, porque no parece haber otra forma que haga sentido, sino solo lo roto: “Palestina ha sido borrada y con eso los relatos. La ruptura del relato que es también su territorio. Por eso nunca se unifica toda. Si miras de cerca, la historia de los últimos setenta y cinco años es esa. Un territorio que es relato roto. La Nakba”.

Isabel Baboun construye un relato también roto atravesado por la Nakba, la pérdida, por la ausencia y por la tierra despojada, sin embargo, propone un texto profundamente afectivo y esperanzador, donde en la figura de la mujer, en la comunidad familiar y en la(s) casa(s) de la memoria se arma otro relato roto, pero sanador y tal vez, una salida al dolor de la pérdida: “los pueblos árabes son capaces de hacer tierra en otra tierra. La comunidad palestina, que ha sido blanco de estremecida violencia contra su tierra históricamente. Irse. ¿Qué ha significado?¿Qué significa hoy, casi dos siglos después? Todo. Irse ha significado y significa todo. Emigrar. Huir. Llegar. Partir. Hacer tierra en otra tierra” (95). La novela habla de la Palestina y de sus tradiciones culturales fuera de su tierra y, sin poder evitarlo, explica su historia y dramática situación actual en Gaza y lo que éste implica e implicará para la historia de la humanidad. La historia del pasado y presente de Palestina permite conectar su trayectoria con las migraciones del presente en Chile, y reflexionar ética y estéticamente sobre esas vidas que no importaron en el pasado y no importan en el presente, siguiendo a Judith Butler. Si queda aún algún atisbo de esperanza y humanidad en este mar de dolor indescriptible que es Gaza, este libro propone la comunidad y la memoria.

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