MUJERES EN PIE DE GUERRA:

ENFERMERAS ESCRITORAS EN LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Desafiando el discurso oficial de la época, mediante la exposición cruda de la violencia que todo lo destruye, Mary Borden y Ellen La Motte fueron dos autoras que alertaron al lector frente a la propaganda que romantiza la guerra.

«Está todo cuidadosamente dispuesto. Cada detalle está dispuesto. Está dispuesto que los hombres deban romperse y deban remendarse. De la misma manera que mandas la ropa a la lavandería y la remiendas cuando vuelve, mandamos a los hombres a las trincheras y los remendamos cuando vuelven”. Así comienza el relato “Conspiración”, de Mary Borden (1886- 1968), escritora americano-británica, quien sin ser enfermera profesional trabajó como voluntaria en hospitales de campaña durante toda la Primera Guerra Mundial. A los 28 años, deja a sus tres hijas y a su esposo en Inglaterra para unirse a la Cruz Roja en Francia. Allí tiene su primera asignación en un hospital para enfermos de tifoidea, en las afueras de Dunkerque, en el que la escasez de implementos médicos era brutal. Borden, proveniente de una acaudalada familia que había hecho su fortuna en las minas de plata en Colorado, decide montar con su propio dinero una unidad quirúrgica móvil en el Frente Occidental bajo el mando militar francés. Su experiencia en el hospital de campaña queda registrada en una colección de relatos y poemas que tituló “La zona prohibida” y que se publicó en 1929. La crudeza de las imágenes que recorren el texto junto con una ácida ironía con la que aborda temas como la hipocresía y la ambición, como era de esperarse, no favorecieron la recepción por parte del público. Además, a eso se suma el hecho de que el libro fue opacado por otros títulos publicados ese mismo año -como “Adiós a las armas”, de Ernest Hemingway, y “Sin novedad en el frente”, de Erich Maria Remarque- que mostraban una versión romántica de la guerra.

 

Ellen La Motte, enfermera de guerra y autora de crónicas para The AtLantic Monthly.

“Conspiramos contra su derecho a morir. Experimentamos con los huesos, los músculos, los tendones, la sangre… A la vergüenza de los miembros destrozados, añadimos el insulto de nuestra propia curiosidad y la maldición de nuestro propósito de rehacerlo”, continúa el relato de Borden. Una declaración despiadada que acusa los lados más oscuros de la guerra, desafiando el discurso oficial, militar y propagandístico que estaba abocado a reclutar más hombres para ser enviados al campo de batalla.

Una vez que Mary Borden logra montar el hospital móvil, hace un llamado para reclutar enfermeras que se unieran a su proyecto en el frente. Una de ellas fue la estadounidense Ellen Newbold La Motte (1873-1961), enfermera profesional formada en la universidad de Johns Hopkins, quien comenzó su trabajo con enfermos de tuberculosis en Baltimore. En 1914, viaja a Europa para trabajar primero como voluntaria en un hospital en París y luego junto a Mary Borden a lo largo del Frente Occidental. Mientras estuvo en el frente, llevó un diario en el que con regularidad registraba los horrores de la guerra. Estos escritos se transformaron luego en un libro titulado “The Backwash of War”, que publicó en los Estados Unidos en 1916. Sin embargo, al igual que en el caso de Mary Borden, el público no estaba preparado para digerir la crudeza de sus imágenes, por lo que la publicación no tuvo éxito. De hecho, en Francia e Inglaterra fue rápidamente prohibido y en Estados Unidos se sacó de circulación en 1917, cuando ese país entra en la guerra, ya que desmoralizaba a las tropas. Recién en 1934 se volvió a publicar.

Mary Borden, escritora, poeta y enfermera de campaña.

Tal como los relatos de Borden, sus textos aparecen despojados de adornos para convertirse en una mirada ácida y crítica de la guerra, como se puede observar en el cuento “Mujeres y esposas”, donde desnuda la hipocresía de un sistema que alienta la mentira y el doble estándar amparando la prostitución en el frente: “Así que las esposas están prohibidas, porque minan la moral, pero a las mujeres se las tolera, porque alegran y reconfortan a los soldados. Tras la guerra se espera que todos los soldados solteros se casen, pero desde luego no se casarán con esas mujeres que los han atendido y alegrado en la zona de guerra”. La Motte estuvo en Francia entre 1914 y 1916, años en que no trepidó en criticar también de manera incisiva a través de los medios la actitud diletante de aquellas colaboradoras en los hospitales que sólo entorpecían el trabajo de los profesionales: “Las chicas de la sociedad que están acumulando experiencias que contarán en los salones de baile del próximo año convierten los relatos de guerra de los soldados en meros chismes”.

Estando en Dunkerque, camino al poblado de Roesbrugge en Bélgica, vive en carne propia los bombardeos y decide registrar su experiencia para el popular periódico americano The Atlantic Monthly. A través de un reporte vívido, describe los hechos conforme se producen como una forma de calmar los nervios. En el artículo que publica cinco meses más tarde, da cuenta del terror que la embarga mientras intenta encontrar un refugio en el centro de la ciudad: “Ni por un segundo sentí miedo a la muerte, sino un agonizante miedo a un traumatismo en la cabeza, a una mandíbula arrancada, a una nariz aplastada … En ese terrible momento, no había ninguna facultad intelectual a la que pudiera recurrir”. Lejos de una versión romántica de la guerra, el testimonio de La Motte busca sorprender al lector describiendo la cruda realidad de ésta, para transmitir el miedo que la embarga.

Los relatos de Borden y La Motte se parecen tanto en contenido como en forma. El mundo que ellas se esfuerzan por mostrarles a sus lectores es hostil y áspero, con techumbres de lata que se levantan con el viento, con agua que gotea sobre las camas de los heridos, con salas atestadas de vivos y de muertos. Un mundo hecho de restos: “Esto es lo que queda de Bélgica. Ven, te lo mostraré. Aquí hay árboles caídos a lo largo de un canal, campos destrozados, caminos que conducen a dunas de arena, casas sin techo”, describe Mary Borden en el relato “Bélgica”.

Al mismo tiempo, escribir desde la mirada de las enfermeras, les permite agudizar su juicio sobre la muerte y destrucción innecesarias; por eso, no es casual que, en sus relatos, los soldados aparezcan siempre atomizados: “No pudieron operar a Rochard y amputarle la pierna, como querían. La infección era tan alta, en la cadera, que lo hacía imposible. Además, Rochard también tenía el cráneo fracturado. Otro trozo de metal le había atravesado la oreja, se había roto en su cerebro y se había alojado allí”, explica la voz del narrador en “Solo”, de La Motte. Esa fragmentación de los cuerpos se imprime también en la voz, de tal manera que las únicas palabras que Rochard es capaz de articular son las interjecciones “¡pica! ¡quema!”, como si el discurso también le hubiera sido arrebatado.

Desafiando el discurso oficial de la época, mediante la exposición cruda de la violencia que todo lo destruye, Mary Borden y Ellen La Motte invitan al lector a estar alerta frente a la propaganda que romantiza la guerra y a cuestionar el trabajo que ellas mismas realizan en los hospitales de campaña, advirtiéndonos que “todo está cuidadosamente dispuesto”.

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