DAVID LYNCH: EL DESVELO DE UN SURREALISTA

No cabe duda que, en muchos sentidos, Lynch gustaba de la excentricidad: su inconfundible corte de cabello —que incluso contaba con sus propios seguidores en Facebook e Instagram; su infaltable camisa blanca abotonada hasta el cuello, casi siempre acompañada de una chaqueta de riguroso negro; su renuencia permanente, y tantas veces incomprendida, a explicar la simbología conceptual de sus películas. También tenía fama de ser arisco, como Raúl Ruiz lo recordara en una entrevista al evocar sus días siendo compañeros en el jurado del Festival de Cannes de 2002.

David Lynch

Los apocalípticos incendios del sur de California de este año no solo arrasaron barrios enteros en Los Ángeles, dejando tras de sí postales que parecen sacadas de un desastre nuclear. También, su humareda, que se cernió sobre la ciudad como en los grabados de James Ensor, se llevó hace un mes a David Lynch (1946-2025).

Por aquel entonces, el cineasta, actor, artista visual y músico estadounidense, diagnosticado en 2020 con enfisema pulmonar, requería de oxígeno adicional para caminar incluso las distancias más cortas. La enfermedad, secuela de su empedernido consumo de nicotina que comenzó cuando tenía 8 años, se había convertido en un grillete que lo mantenía prácticamente enclaustrado en su hogar, el mismo que estuvo amenazado por las llamas de los incendios a algunos metros de distancia. Así, en las inmediaciones de Mulholland Drive —ruta que inmortalizó con su cinta homónima de 2001, quizá la obra más lograda de su carrera—, permaneció recluido, impedido de volver al quehacer cinematográfico, hasta antes de fallecer en casa de su hija.

No cabe duda que, en muchos sentidos, Lynch gustaba de la excentricidad: su inconfundible corte de cabello —que incluso contaba con sus propios seguidores en Facebook e Instagram; su infaltable camisa blanca abotonada hasta el cuello, casi siempre acompañada de una chaqueta de riguroso negro; su renuencia permanente, y tantas veces incomprendida, a explicar la simbología conceptual de sus películas. También tenía fama de ser arisco, como Raúl Ruiz lo recordara en una entrevista al evocar sus días siendo compañeros en el jurado del Festival de Cannes de 2002. Sin embargo, ninguna de estas anécdotas podría opacar el valor de su trabajo como largometrajista, que cuenta con el inusual mérito de haberse iniciado con una sus entregas fundamentales, Eraserhead (1977).

Rodada en blanco y negro, parece difícil atribuir Eraserhead a un director aún en formación, tal como han señalado algunos críticos. En ese momento, Lynch se encontraba estudiando en el American Film Institute de Los Ángeles y, a pesar de los numerosos detractores dentro de la propia institución que dificultaron la obtención de financiamiento, resulta asombroso que alguien tan joven tuviera una convicción tan firme sobre un proyecto tan arriesgado y experimental como Eraserhead, incluso todavía para las audiencias actuales. Tras quedarse sin fondos, recibió apoyo económico de su padre y de Sissy Spacek, entonces una joven estrella en ascenso que había alcanzado la fama con Badlands (1973) de Terrence Malick. Además, la actriz Catherine E. Coulson —a la sazón esposa del protagonista de Eraserhead, Jack Nance, y recordada por su papel de Margaret Lanterman, o ‘Log Lady’, en la serie de culto Twin Peaks (1990-2017) del mismo Lynch— llegó a donar su sueldo como mesera para colaborar con la finalización de la película.

Hay quienes han comparado Eraserhead con el expresionismo alemán de Wiene, Murnau o Lang. Si bien es cierto que su cinematografía, con la paleta acromática y la oposición patética de luces y sombras, trae a la mente imágenes de Das Cabinet des Dr. Caligari (1920), Faust (1926) o M (1931), extrapolar una cosa a la otra, sin más, no parece prudente. También hay críticos que la han adjetivado de surrealista, asumiendo que el peso de ese término hace mágicamente indistinguible una fotografía de Man Ray o Hans Bellmer de, por ejemplo, la legendaria escena de la mujer en el radiador cantando sobre un escenario mientras aplasta criaturas con forma de espermatozoides. No obstante, Eraserhead es un buen punto de partida para poner en relieve el que podría ser uno de los aspectos decisivos de Lynch: si es un surrealista, es un surrealista postmoderno, o de un surrealismo alimentado por el desengaño y el cinismo, por la casi completa falta de convicción en un lenitivo eficiente para las enfermedades de nuestra sociedad. En consecuencia, el mal es un mal radical y real, que no necesita redimirse, no hay razón alguna para presumir que lo haga.

Lo anterior es drásticamente distinto del espíritu liberador de las vanguardias históricas —y, por consiguiente, del surrealismo—, que confiaban en que sus propuestas artísticas exonerarían a la humanidad de sus patologías, forzándola a confrontar sus demonios. Esto es algo que, como es evidente, no se cumple en Lynch. Con acaso las excepciones de The Elephant Man (1980) y de Straight Story (1999), este director no se caracteriza por esperar algo de sus espectadores, menos ofrecerles consuelo de algún tipo y de ninguna manera finales reconfortantes. En ese sentido, Dune (1984), una de sus incursiones más “extrañas” en el ámbito de creación cinematográfica, merecería una mención especial y al margen de su corpus si se tiene en cuenta la insoslayable injerencia que Dino y Raffaella de Laurentiis tuvieron sobre el resultado final del proyecto. Como sea, Lynch está inexorablemente unido al desencanto del sueño americano y así de su promesa de felicidad, tal como queda expresado a cabalidad en la proverbial escena prologal de Blue Velvet (1986). En esta, bajo un cielo celeste, aparece un jardín de rosas rojas y tulipanes amarillos cercados por un cierro de madera blanca impecable, sobre un pasto insuperablemente verde y cortado de modo perfecto; en seguida, al descender la cámara y hundirse en la tierra, tras escabullirse entre la hierba, aparecen cientos de insectos revolcándose cuyo sonido se vuelve ensordecedor y eriza la piel.

Esa entrega, que cerraba la primera etapa de su trayectoria y protagonizada por un cuarteto magnífico —Kyle MacLachlan, Isabella Rossellini, Dennis Hopper y Laura Dern— descubre su hipertrofia, con probabilidad, en Mulholland Drive. Estrenada quince años después, la crítica la considera su filme más logrado y, con frecuencia, ha sido elegido como uno de los mejores de todos los tiempos. La cantidad de motivos tomados de esta cinta que se han vuelto icónicos es enorme, desde el vagabundo monstruoso en el callejón tras la cafetería hasta la secuencia en el Club Silencio.

El proyecto tuvo su origen en 1998, durante la producción de Twin Peaks, cuando Lynch lo pensó en un inicio para la televisión, estimulado por el éxito que había logrado la famosa historia sobre el detective Dale Cooper tras los pasos del homicidio de Laura Palmer. Sin embargo, los ejecutivos de la cadena ABC no mostraron particular predilección por el piloto y decidieron alterar drásticamente la propuesta. A cambio, el realizador concibió una película de larga duración que sirvió como un comentario alegórico sobre las ominosas dinámicas de la industria del cine. No en vano, Naomi Watts interpreta a una aspirante a actriz que acaba de llegar a Los Ángeles, la meca del séptimo arte en Estados Unidos y retratada en varias ocasiones como una suerte de espacio onírico, por ejemplo, en Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder o en La La Land (2016) de Damien Chazelle. A esos guiños se suma un grupo de mafiosos que extorsiona a un director de cine, interpretado por Justin Theroux, para que renuncie a su criterio artístico en favor de los intereses de esta banda criminal.

Una cualidad notable de Mulholland Drive, como en otras obras lynchianas, es su capacidad para volver terrorífico lo que, a primera vez, parece kitsch. Algunos acusan a este rodaje de abusar de ese recurso, pero es innegable que hay instantes en que su uso es sencillamente magistral. Su atmósfera se nutre de elementos reconocibles —pero caricaturizados, sobreestetizados y, entonces, sutilmente grotescos— que adquieren así una amenazante aura misteriosa, tensionando las más de dos horas por las que se extienda la trama. Como parte del llamado cine neo-noir pasado por el tamiz de la postmodernidad, en la película se intercalan momentos en los que una suave luminosidad baña a los personajes y objetos, otorgándoles un semblante aterciopelado que tributa a su carácter plástico, irónico y siniestramente retro. A estos siguen, luego, momentos con violentos contrastes de luces y sombras en la medida que se van revelando con sutileza los conflictos que atormentan a las protagonistas.

En el filme, estrenado y alabado en Cannes, Hollywood es una fábrica de sueños. Así queda corroborado cuando la rubia cándida y bienintencionada, que anhela alcanzar la fama, se propone ayudar a una peculiar y amnésica desconocida. Pero,  Hollywood es a la vez una fábrica de pesadillas. Es sugerente que las historias del Lynch no suelan poder encasillarse necesariamente en uno u otro ámbito —no pertenecen, de modo explícito, a este u a otro mundo— sino que transitan en territorios confusos o de duermevela, haciendo eco de esa también ominosa premisa: “no recuerdo si esto lo viví o lo soñé”. La coincidencia de ambas experiencias es la que permite a las producciones de este director materializar una reflexión intensamente realista y no surrealista, a saber, que lo que llamamos realidad nunca ha sido algo diáfano ni exento de contradicciones ni fantasmagorías. En efecto, en una conocida declaración suya, llegó a señalar: “Aprendí que justo debajo de la superficie hay otro mundo, y aún mundos diferentes a medida que se ahonda. Lo sabía de niño, pero no encontraba la prueba. Era sólo una especie de sensación. Hay bondad en los cielos azules y las flores, pero otra fuerza —un dolor y una decadencia salvajes— también lo acompaña todo.”

 

 

 

 

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