CON (Y SIN) PERMISO DE LA RAE
Un idioma no es sólo reglas y estructuras, es también una expresión de la creatividad, de complicidad entre hablantes y reflejo de los cambios externos que marcan cada época, pues todo lo nuevo debe también ser nombrado. Si no nos permitiéramos jugar con las palabras, inventar combinaciones y nuevos significados tendríamos una herramienta poco funcional y que no se adapta a sus hablantes.
Las redes sociales se han visto invadidas este año por un nuevo tipo de polémica: la reflexión metalingüística. Temas como tildar (o no) la palabra solo o si es correcto decir la Marcela o el Pedro se han convertido en encendidos debates en la opinión pública. El hecho de que esta discusión lingüística se vuelva noticia -como sucede también, por ejemplo, con el lenguaje inclusivo- llama la atención porque lo que se discute, en el fondo, es la estrecha relación que la manera en que hablamos tiene con nuestra identidad, consciencia y autovaloración como individuos y como comunidad.
Hace unos meses, los medios chilenos declaraban con orgullo que el adverbio altiro había sido incorporado al Diccionario de la Lengua Española. Lo catalogaban como un logro y un triunfo para el país, como si la palabra no hubiera existido antes de esta validación. Unos días antes, la respuesta de la misma RAE a un usuario de Twitter, en la que describía como vulgar el uso de artículo antes de los nombres propios -la Carmen- excepto en el español de Chile y de Cataluña, fue criticada como una forma de discriminación y estigmatización, causando también una lluvia de comentarios en redes sociales.
La compleja relación entre los hablantes y las normas lingüística es una lucha de poder que no es nueva: desde la independencia de los países americanos la lengua se vio como un elemento esencial de identidad, democracia y unión. La discusión y la reflexión sobre el idioma tenían entonces también relevancia pública, tensionando el deseo de distanciarse del colonialismo con la necesidad de establecer, a través de este mismo idioma, las bases de las nuevas naciones. La herencia colonialista que persiste en la lengua fue una realidad hasta hace no tanto, pues existía de manera explícita un afán normativista desde el centro peninsular por preservar cierta idea de un español correcto.
Recién desde el siglo XXI se ha trabajado por cambiar esta imposición lingüística e ideológica -de la mano con la expansión económica de grandes empresas españolas a Latinoamérica-, y tanto la RAE como las Academias de la Lengua de los países hispanohablantes se esfuerzan por reconocer y valorar de manera descriptiva las variedades lingüísticas, refiriendo los contextos de sus usos. En ese sentido, identificar una expresión como vulgar, coloquial o en desuso no es una imposición de cómo debe emplearse, sino una constatación de cómo, cuándo y dónde se utiliza. Sin embargo, como todo registro o norma, va un paso más atrás de las innovaciones en el uso, que necesitan de un periodo de instauración entre los hablantes antes de ser reconocidas como tales.
Entonces, ¿qué hay detrás de las discusiones actuales y de estas reacciones ante la validación o no de las particularidades de nuestro español? Lo que persiste es cierta noción paternalista -de nosotros mismos- sobre qué es una lengua, cómo se estructura, evoluciona, se norma y unifica y para qué. La necesidad de regular el uso de un idioma tiene, sobre todo, un fin comunicativo. Si se institucionaliza cada innovación o moda lingüística, de cada grupo o zona, se corre el riesgo de perder el papel esencial del lenguaje: lograr comprender un mensaje. Pero eso no significa que haya que censurar o detener esta evolución natural.
De hecho, podemos deducir que todos los cambios que ha tenido nuestra lengua, y que hoy aceptamos como norma, fueron innovaciones “incorrectas” en un inicio. Un idioma no es sólo reglas y estructuras, es también una expresión de la creatividad, de complicidad entre los hablantes y reflejo de los cambios externos a la lengua que marcan cada época, pues todo lo nuevo debe también ser nombrado. Si no nos permitiéramos jugar con las palabras, inventar combinaciones y nuevos significados tendríamos una herramienta poco funcional y que no se adapta a sus hablantes. Tampoco existiría el uso estético del lenguaje: las canciones, rimas, poemas, chistes que desafían constantemente los límites normativos.
Por eso es urgente fomentar los estudios sobre nuestro idioma, su historia y funcionamiento, no sólo a nivel académico, sino desde la enseñanza escolar. Es necesario que todos los hablantes tengamos estos conocimientos básicos de nuestra lengua si queremos entender estos fenómenos y participar con propiedad en los debates en torno a la percepción y evolución de uno de los principales patrimonios que tenemos como comunidad. Está claro que es un momento propicio, hay un interés evidente y quizás las redes sociales que fomentan estas discusiones son también el medio para difundir y sistematizar un conocimiento más profundo, atento y respetuoso de nuestro español chileno.