A UN SIGLO DE KAFKA
En el mundo kafkiano, donde la suprema autoridad, desde un remoto purgatorio, parece emitir dictámenes tan arbitrarios como delirantes -o guardar un indolente silencio, que vendría a ser lo mismo-, nada es lo que está llamado a ser.

Se ha dicho que Kafka es a la modernidad lo que Dante es al mundo medieval. La comparación no resulta exagerada. Franz Kafka, como Dante Alighieri, logró visualizar con especial precisión las angustias, temores y esperanzas de la civilización occidental. Y también sus pesadillas. Aunque es posible que lo anterior no haga justicia ni a Kafka ni a Dante. Ambos lograron, en realidad, algo más ambicioso (y resbaladizo): se adentraron en el subconsciente de su época, siendo capaces de iluminar esas cavernas y trazar, línea tras línea, imagen tras imagen, su cartografía singular.
Imposible hablar de Kafka -y de subconsciente- sin hablar de autoridad y de culpa. Vale la pena en este sentido recordar que Kafka es un heredero directo de la obra de Friedrich Nietzsche, lo que lo convierte antes que nada en un huérfano (un extranjero, dirá Camus algunas décadas más tarde). En Kafka, la autoridad está muerta -como el Dios nietzscheano- pero esa misma condición es lo que le permite tomarse una brutal revancha: seguirá habiendo castigos en el mundo representado por el autor checo, pero ya no habrá juez a quien apelar; seguirá habiendo leyes, pero éstas serán contradictorias y exacerbarán el desorden, en lugar de acallarlo; seguirá habiendo culpa, pero su origen será insondable. La historia de K. en El proceso -acusado por una falta que no ha cometido, juzgado por un tribunal sin rostro y omnipresente- no hace otra cosa sino ilustrar la vendetta divina, el gran desquite del padre ajusticiado, por decirlo de alguna forma. En los estratos profundos de la civilización moderna palpita esa pugna entre la obediencia y la autonomía, que Kafka supo ilustrar de la manera más perturbadora.
Una proyección directa del conflicto anterior tiene que ver con el creciente desarraigo que suelen experimentar los personajes kafkianos. Aunque quizás desarraigo no es la palabra más exacta. Se trata, más bien, de un sentimiento de ajenidad, de radical extrañeza. En el mundo kafkiano, donde la suprema autoridad, desde un remoto purgatorio, parece emitir dictámenes tan arbitrarios como delirantes -o guardar un indolente silencio, que vendría a ser lo mismo- nada es lo que está llamado a ser. La justicia se presenta como tal, pero a poco andar se desfigura y muestra formas aberrantes. Funcionarios, escribientes, mensajeros, vigilantes: nadie cumple verdaderamente su función, por el contrario, cada personaje kafkiano se transforma en otra cosa, distorsionando la que debería ser su identidad. Incluso un paisaje o un edificio que siempre ha sido familiar para su protagonista puede, sin mediar aviso, tornarse incomprensible y transformarse en un súbito laberinto. ¿Podría existir una peor pesadilla que la de encontrarse en un mundo donde los significados de las cosas exhiben tal grado de vulnerabilidad, pudiendo mudar constantemente de forma, traicionando cada certeza que depositamos en ellos? La repentina transformación de un ser humano en un espantoso insecto es posiblemente la imagen más apropiada que encontró Kafka para dar cuenta de esa radical y amenazante inestabilidad.
La obra del autor checo ha envejecido extraordinariamente bien. A 100 años de su muerte, la minuciosa y radical sospecha que sus páginas despliegan ante nuestros consensos culturales tiene una asombrosa vigencia. ¿Quién puede estar seguro, hoy, del significado de las palabras, sobre todo de aquellas que se supone constituyen el fundamento de nuestra civilización: justicia, verdad, ley, por nombrar algunas? ¿Con qué facilidad, hoy, puede alguien ser acusado y juzgado por esa autoridad sin rostro ni límites que son las redes sociales? ¿Cuán difícil resulta, hoy, discernir la legitimidad de una voz -más aún, el carácter real de una voz- en medio de la proliferación incesante de información, en medio del ruido generalizado que conlleva la modernidad? ¿Cuán habitual, hoy, es la reducción de la experiencia humana a la rutina circular de los proyectos de vida estandarizados que impone la vida contemporánea (no muy distintos, en lo profundo, a la situación del protagonista de El castillo, quien pretende asumir una misión que no existe, en un lugar donde no lo necesitan y, sin embargo, insiste una y otra vez en dirigirse hacia ese destino que carece de justificación)?
Vivimos tiempos kafkianos, sin duda. Pero tenemos una ventaja decisiva sobre los infortunados personajes que pueblan las páginas del autor checo: nosotros lo sabemos, nosotros hemos podido mirar de cerca -en sus obras, precisamente- el absurdo, la alienación y el desorden. El capricho o la indiferencia de los dioses nos resultan familiares, nadie podrá aducir que esta constatación fundamental no le fue advertida. Lo mismo la contradicción, lo mismo la pantomima de todas las grandes palabras. Ni siquiera la metamorfosis de lo humano en algo desconocido y repulsivo podría sorprendernos. Gracias a Kafka ya lo hemos leído, ya nos lo contaron, ya nos hemos identificado en mayor o menor grado con sus personajes, sus argumentos, sus metáforas. Ahora, por cierto, es responsabilidad de cada uno hacer algo con ese conocimiento.